“…pues historia tan penosa nunca hubo, como ésta de Julieta y su Romeo”, “for never was a story of more woe/than this of Juliet and her Romeo” V, iii, 309-310.
Con estos versos acaba la obra de los más desdichados amantes de la historia de la literatura. William Shakespeare (Stratford-upon-Avon 1564-1616) convierte en eternos con su obra Romeo y Julieta a estos dos jóvenes de Verona, víctimas de un amor fatal e imposible por el odio secular de sus familias, los Capuleto de Julieta y los Montesco de Romeo, y por la concatenación de una serie de infortunios que imposibilitan cualquier unión que no sea después de la muerte.
“Y aquí, desde la oscura entraña de los dos enemigos,/nacieron dos amantes bajo estrella rival./Su lamentable fin, su desventura,/entierra con su muerte el rencor de los padres./ El caminar terrible de un amor marcado por la muerte…” “From forth the fatal loins of these two foes/a pair of star-crossed lovers take their life;/whose misadventured piteous overthrows/doth with their death bury their parents’ strife./The fearful passage of their death-marked love …” Prólogo, 5-9 [W. Shakespeare, Romeo y Julieta, edición bilingüe del Instituto Shakespeare dirigida por Manuel Ángel Conejero Dionís-Bayer, Madrid Cátedra, pp. 100-103]
La conocidísima tragedia de Shakespeare, extensa, compleja, que incluye todos los elementos de sus grandes obras: mundo sobrenatural, pasajes de duda y conflicto interior, lirismo extraordinario, cuenta, sin embargo, en su contenido con una tradición tan dilatada en el tiempo, que –como no podría ser de otra manera- hunde sus raíces en relatos de la antigüedad clásica.
Después de Grecia y Roma no hay vida. Tan ambiciosa aseveración es constatable en cada una de las obras maestras de la literatura universal, que de manera directa o indirecta buscan reproducir el contenido, la forma o el pensamiento de esos autores inmortales que en lengua griega o latina fueron capaces de hacer monumentos más duraderos que el bronce por medio de sus versos (monumentum aere perennius, Horacio, Odas, 3, 30).
En esta línea, los estudios sobre las fuentes de Romeo y Julieta [W. Shakespeare, op.cit., p. 65] identifican en esta tragedia de Shakespeare la influencia de relatos homónimos, que el genio inglés elaboraría y transformaría en la obra maestra que supone su drama. En concreto, se trataría del poema de Arthur Brooke, The Tragicall Historye of Romeus and Juliet, publicado en 1562; y una traducción de William Painter con el título de “Rhomeo and Julietta”, incluida en el volumen II de su Palace of Pleasure, publicado en 1567, obra que contiene traducciones en prosa de fuentes clásicas y de las novelle italianas y francesas.
Entre las fuentes clásicas –no señaladas explícitamente en el estudio de la obra inglesa- estaría el relato, mucho más antiguo y también mucho más desconocido que el Romeo y Julieta de Shakespeare, de Píramo y Tisbe, inserto en el libro IV de las Metamorfosis de Ovidio (Sulmona 43 a. C.-Tomi, actual Constanza, 17 d. C.).
La historia de Píramo y Tisbe es la de dos jóvenes enamorados cuyas familias impiden su relación. Su amor continúa con todas las dificultades posibles, hasta que un triste malentendido hará a Píramo creer muerta a Tisbe y decidir quitarse la vida para desesperación de esta última, que, cuando aparece en el lugar acordado con su amante y contempla su cuerpo sin vida, opta por la misma resolución y persigue la unión definitiva con Píramo a través de la propia muerte que ella se inflige, en paralelismo exacto al suicidio de Julieta al contemplar el cuerpo inerte de Romeo en la cripta donde él la creyó muerta a ella. Ambas parejas de amantes, Romeo y Julieta de Shakespeare y Píramo y Tisbe de Ovidio, yacerán juntas por toda la eternidad en sendos monumentos funerarios que las familias, reconciliadas tras la muerte de éstos, acuerdan erigir en memoria de su infructuoso y fatídico amor.
El relato ovidiano por su corta extensión puede incluirse en este artículo y será el mejor medio de confirmar las similitudes que hemos señalado y de ponernos en contacto con el estilo ameno y ágil del poeta latino, que concatena a lo largo de los quince libros de su obra un amplio número de historias mitológicas desde los orígenes del universo hasta la época de Augusto, en lo que son cuentos breves vinculados por el elemento recurrente de la transformación o metamorfosis.
Dice así Ovidio, Metamorfosis, IV, 55-166:
“Píramo y Tisbe, el uno el más hermoso de los jóvenes, la otra la más destacada de las doncellas que Oriente produjo, tenían dos casas adosadas donde se dice que Semíramis había ceñido de murallas de ladrillo su elevada ciudad. La vecindad provocó el conocimiento y sus primeros encuentros, con el tiempo creció el amor; también se habrían unido por las leyes conyugales, pero lo prohibieron sus padres; lo que no pudieron prohibir, los dos ardían por igual con sus pensamientos cautivos. Lejos está cualquier cómplice, se hablan por gestos y señas y, cuanto más se oculta, más se abrasa el ocultado amor.
La pared común a una y otra casa estaba hendida por una pequeña rendija, que se había producido en otro tiempo cuando se construía; este defecto no evidente para nadie a lo largo de los siglos (¿de qué no se da cuenta el amor?) lo visteis por primera vez vosotros enamorados y lo convertisteis en camino de la voz; por él solían transitar seguras vuestras lisonjeras palabras en un murmullo apenas audible. A menudo, cuando estaban por esta parte Tisbe, por aquella Píramo, y mutuamente habían notado el aliento de su boca, decían: “Celosa pared, ¿por qué eres un obstáculo para los enamorados?¿Qué dificultad había en que nos permitieras unirnos con todo nuestro cuerpos, o, si esto es excesivo, que te abrieras para besarnos? Y no somos desagradecidos: confesamos que te debemos que se haya concedido un paso para las palabras hasta los oídos de los amantes”.
Hablando así desde lugares en vano separados, al llegar la noche dijeron “adiós”, y cada uno dio a su parte besos que no llegaban al otro lado. La Aurora siguiente había puesto en fuga los fuegos de la noche y el Sol con sus rayos había secado las hierbas llenas de escarcha: se reunieron en el lugar acostumbrado.
Entonces, tras lamentarse antes con suave murmullo de muchas cosas, se ponen de acuerdo para, en el silencio de la noche, intentar engañar a sus guardianes y salir de las puertas, y, cuando estén fuera de su hogar, abandonar también las casas de la ciudad, y, para no equivocarse al caminar por el extenso labrantío, reunirse junto al sepulcro de Nino y ocultarse bajo la sombra del árbol: había allí un árbol cargado de frutos blancos como la nieve, un alto moral, muy cerca de una fresquísima fuente. Les agrada el acuerdo; y la luz que parecía alejarse con lentitud se precipita a las aguas, y la noche surge de las mismas aguas: Tisbe, tras haber girado el gozne de la puerta, sale cautelosa a través de las tinieblas y engaña a los suyos, y con el rostro cubierto llega junto a la tumba y se sienta bajo el árbol acordado: el amor la hacía audaz.
He aquí que llega una leona, manchadas sus fauces espumeantes por la reciente matanza de unos bueyes, a aplacar su sed en el agua de la fuente cercana; la vio de lejos, a la luz de la luna, la babilonia Tisbe y con temeroso pie se refugia en una obscura cueva y, en su huida, dejó abandonado el velo que había resbalado de su espalda. Cuando la furiosa leona sació su sed con abundante agua, mientras vuelve al bosque, destrozó casualmente con su hocico ensangrentado el ligero velo encontrado sin su dueña.
Píramo, que había salido más tarde, vio en el abundante polvo las certeras huellas de una fiera y palideció en todo su rostro; pero, cuando encontró además el velo teñido de sangre, dijo: “Una sola noche perderá a dos amantes, de los que ella ha sido más digna de una larga vida; mi alma es culpable. Yo te he matado a ti, digna de compasión, yo que te he ordenado que vinieras de noche a unos parajes llenos de miedo y no he venido aquí el primero. ¡Desgarrad mi cuerpo y consumid mis criminales entrañas con fiero mordisco, leones, cualquiera que seáis los que habitáis junto a esta roca! Pero es propio de un cobarde desear la muerte”.
Coge el velo de Tisbe y lo lleva consigo a la sombra del árbol convenido y, después de que derramó lágrimas y dio besos a la conocida vestimenta, dijo: “¡Recibe ahora también el sorbo de mi sangre!” y hundió en sus ijares el hierro del que estaba ceñido, y sin tardanza lo sacó moribundo de la herida que bullía y quedó echado en tierra boca arriba; la sangre salta hacia lo alto, no de otro modo que cuando a causa del plomo deteriorado se rompe una cañería y por el pequeño agujero que rechina expulsa gran cantidad de agua y quiebra el aire con su golpeteo. Los frutos del árbol, con el rociado de la herida, adoptan un aspecto negro y la raíz, humedecida por la sangre, tiñe de color púrpura las moras que cuelgan.
He aquí que sin haber perdido el miedo, para no fallar a su amante, ella vuelve y busca con sus ojos y con su corazón al joven y desea ardientemente referirle cuántos peligros ha evitado; y al tiempo que reconoce el lugar y la forma en el árbol que ha visto, al mismo tiempo la hace vacilar el color del árbol: no está segura de si es ése.
Mientras duda, ve que unos temblorosos miembros golpean el suelo ensangrentado y retrocedió y, adoptando un rostro más pálido que el boj, se estremeció como el mar que resuena al rozar su superficie una ligera brisa. Pero, después de que, al detenerse, reconoció a su amante, azota sus brazos que no lo merecen con sonoros golpes y, mesándose los cabellos y abrazando el cuerpo amado, llenó de lágrimas las heridas y mezcló su llanto con la sangre y, dando apretados besos al helado rostro, gritó: “Píramo, ¿qué desgracia te ha arrancado de mí?¡Píramo, responde! Te llama, querido mío, tu Tisbe: óyeme y levanta tu rostro que yace en tierra”. Al nombre de Tisbe, Píramo elevó sus ojos pesados ya por la muerte y, al verla, los cerró.
Ella, tras haber reconocido su velo y ver el marfil libre de espada, dice: “¡Tu mano y tu amor te han perdido, desgraciado! También yo tengo una fuerte mano para esto solo, también yo tengo amor: él me dará fuerzas para herirme. Te seguiré en la muerte y seré llamada la más desgraciada causa y compañera de tu muerte; y tú que, ¡ay!, sólo con la muerte podías ser apartado de mí, no podrás ser apartado con la muerte. Sin embargo, acoged las palabras de súplica de ambos, oh muy desgraciados padres míos y de aquél, que a quienes ha unido un certero amor, a quienes la última hora, no les quitéis ser enterrados en la misma tumba. En cuanto a ti, árbol que ahora cubres con tus ramas el cuerpo digno de compasión de uno solo, inmediatamente serás cobertura de dos, retén las señales de la muerte y produce siempre frutos negruzcos y adecuados al luto, recuerdo de la doble sangre”.
Dijo y, tras haber dispuesto la punta bajo su pecho, se lanzó sobre la espada, que todavía estaba tibia de muerte. Sin embargo, sus súplicas alcanzaron a los dioses, alcanzaron a los padres: pues el color es negro en el fruto cuando madura y lo que queda de sus piras descansa en una sola urna” [Ovidio, Metamorfosis, traducción de C. Álvarez y R. Iglesias, Madrid Cátedra, 1999, pp. 317-320]
Y así acaba la triste historia de estos desdichados amantes ovidianos.
Los poetas hacen inmortales a los personajes y el talento convierte en imperecederos a los poetas y unos y otros, personajes y poetas, gozan del privilegio de la eternidad que les depara la lectura secular e inmarcesible de la calidad de sus versos. Quede como síntesis de ello el profético y triunfal epílogo de Ovidio, Metamorfosis, XV, 871-879:
… mi nombre será imborrable y, por donde se extiende el poderío romano sobre las domeñadas tierras, seré leído por la boca del pueblo, y a lo largo de todos los siglos, gracias a la fama, si algo de verdad tienen los vaticinios de los poetas, VIVIRÉ”.
M. Ángeles López