Comencemos por definir nuestro objeto de interés.
De manera intuitiva la idea de clásico siempre evoca en nuestra mente una noción de perfección, de costumbre, de eternidad, y dicha idea entronca de manera certera con la definición del término que nos da la RAE: adj.” Se dice del periodo de tiempo de mayor plenitud de una cultura, de una civilización…3. Dicho de un autor o de una obra: Que se tiene por modelo digno de imitación en cualquier arte o ciencia”.
Nos encontraríamos, pues, ante producciones del genio y el talento humanos con cotas tan altas de perfección, que son capaces de sustraerse al tiempo en que han sido creadas para trascenderlo, suscitando la admiración y el deseo de emulación en las personas de épocas y tiempos diversos al de su realización, de donde su universalidad y su capacidad para impactar y sobrecoger siempre al ser humano de cualquier momento.
Adviértase, no obstante, que, cuando hablamos de clásicos, no estamos pensando sólo en los de disciplinas seculares como los de la literatura, el arte o la música, -ámbitos por excelencia para la aportación de clásicos-, sino que repara también nuestra atención en materias modernas como la automovilística o la informática, no tanto por su funcionalidad en ambos casos (confesemos aquí que el sentido práctico no animará en ningún caso esta sección…), sino, más bien, por la calidad de las creaciones que a lo largo del tiempo, sobre todo a partir del s. XX, se han constituido en referente constante, objeto de copia e imitación o anhelado motivo de posesión para coleccionistas y aficionados al lujo.
Y es que hay parcelas de clásicos que suscitan el interés y deseo de aprehensión de muchos, pero de acceso exclusivo para potentados (las más visuales e inmediatas: las artes plásticas, la moda, los coches) y otras, fácilmente asequibles para cualquiera, que, sin embargo, requieren un esfuerzo de consecución mayor, que nada tiene que ver con el aspecto material y en las que no sólo converge la parte visual inmediata, sino también la intelectual (donde se precisa de algo más que mirar, esto es, la literatura, la música o la filosofía, entre otras). Son éstas las más descuidadas por el común de los mortales, pero nunca por los redactores de esta sección, que como idealistas quijotes aspiramos a enseñarlas, descubriendo en ellas a los demás tanto un motivo de conocimiento como de placer.
EL HUMANISMO o la pasión por los clásicos
La etiqueta de Humanismo engloba el movimiento que más admiración por los clásicos ha profesado a lo largo de la historia.
El origen y dimensiones del término pasan por distintas etapas y matices de significado y concurren con otros como el de “humanidades”, en el que identificamos la misma raíz léxica. Por esta razón la cuidada disquisición del origen y sentido de estos términos contribuirán, por una parte, a su mayor concreción y, por otra, a su mejor comprensión.
Sin duda, resulta hermoso que los mejores productos de la cultura occidental, que implica el Humanismo, queden recogidos en una palabra que tiene en su lexema al ser humano, el homo, hominis latino. Para rastrear el origen del término hemos de retrotraernos a uno de los mayores prodigios de la lengua latina, el grandioso Marco Tulio Cicerón (Arpino, 106-Gaeta, 43 a. C.), quien utilizó el término humanitas en sus primeros escritos en su sentido de compasión por nuestros semejantes. Sin embargo, dado que la formación intelectual y, sobre todo, la lingüística hacían más comunicativo al ser humano y, por tanto, más compasivo, Cicerón empezó a designar esa formación con el nombre de humanitas (W.Stroh, El latín ha muerto.¡Viva el latín!, traducción de Fruela Fernández, Barcelona Ediciones del Subsuelo, págs. 184-202)
En el discurso Pro Archia el autor latino alude, sobre todo, a la retórica y a la gramática como principios de la formación intelectual en la juventud, conducentes a esa humanitas. Según este planteamiento, a mayor cultura, sobre todo lingüística, mayor capacidad comunicativa, mayor capacidad de conectar con el otro, mayor capacidad de compasión y mayor altura moral.
Sin duda, toda esta concatenación de ideas que plantea Cicerón pueda resultar discutible, al equiparar lo humano/humanitario y lo humanista; sin embargo, sí es de valorar la idea que tienen en su base acerca de que todas estas disciplinas que luego integrarán las Humanidades (Historia, Filosofía, Arte, Literatura y Lenguas), son ésas cuyo cultivo ha de contribuir a desbastar al hombre, a pulirlo espiritual e intelectualmente, a hacerlo más sensible y, en definitiva, más humano, más alejado de las bestias.
Según indicábamos, en íntima conexión con las Humanidades estará el término Humanismo, que se identificará con el espíritu del Renacimiento y que no se utilizará hasta el s. XIX para designar una época y el interés por unos contenidos (la cultura de Grecia y Roma, los clásicos por excelencia), cuyo pionero fue Petrarca.
Francesco Petrarca (1304-1374), eclesiástico, poeta, filólogo, filósofo, historiador y diplomático italiano ya disfrutó en su época de una fama bien merecida en toda Europa como el primer “hombre moderno”, el iniciador del Renacimiento, surgido en Italia entre los siglos XIV y XV y que tendría la Antigüedad como modelo, época en que el ser humano, el homo, era el centro de los intereses, de donde la vinculación de Renacimiento y Humanismo.
Petrarca nació en Arezzo, la Toscana italiana, y entre esta región y la Provenza pasó la mayor parte de su vida. Acaso su fama secular se deba a su condición de poeta. El Viernes Santo de 1327, según su propio testimonio, conoció a Laura, la mujer que lo haría famoso en todo el mundo, y a quien dedica su Cancionero. Este amor frustrado, que perduraría incluso después de la muerte de su amada, está impregnado de dolorosa dulzura e inaugura la moda multisecular del “petrarquismo”.
En cuanto a su formación, su padre lo obligó a seguir los lucrativos estudios de derecho, pero, en cuanto falleció éste, se entregó por completo a los clásicos latinos. En una célebre carta poco antes de su muerte cuenta cómo ya desde su tierna infancia se apasionó con la lectura de Cicerón y, mientras los otros niños querían leer fábulas, él era capaz de no comer para poder ahorrar y seguir comprándose más obras del autor de Arpino. Más tarde tuvo que apartarse de su pasión durante siete años que dedicó al estudio del derecho, lo que según él fue “una pérdida de tiempo”.
Su obsesión por los clásicos fue tal que, según refiere en la mencionada carta, su padre se los confiscó y quemó ante los ojos del joven Petrarca que no hacía más que gemir como si él mismo fuese arrojado a las llamas. A la vista de tanto dolor, su padre sintió al menos un remordimiento y tomó dos libros de entre las llamas: Virgilio y la Retórica de Cicerón. Con estos clásicos tuvo que conformarse hasta que fue independiente y pudo dejar el derecho para consagrarse por entero al mundo antiguo.
Fueron dos los aspectos de Cicerón que, según su propio testimonio, atrajeron a Petrarca: la calidad artística de la lengua y la utilidad de su filosofía vital.
Según Petrarca no había en su época un admirador mayor de Grecia y Roma, pues había logrado atraer hacia estos estudios descuidados y abandonados durante muchos siglos a innumerables hombres de ingenio por toda Italia y quizá fuera de ella.
Más tarde en 1401 Leonardo Bruni lo calificó con una frase célebre en sus Dialogi: “Este hombre (Petrarca) restauró los estudios de humanidades, que estaban extintos” (Hic vir studia humanitatis, quae iam extincta erant, reparavit).
El estudio e interés por el mundo antiguo en sus diferentes disciplinas (las Humanidades) constituirán, pues, el Humanismo en sentido técnico, con todas las implicaciones que hemos descrito, pero de Humanismo como etiqueta para designar este movimiento surgido en el s.XIV no se hablará hasta el siglo XIX.
Entre las múltiples figuras que crea el Humanismo dentro y fuera de Italia (Valla, Poggio, Melanchthon, el español Luis Vives, etc.) consideramos de obligada atención a Erasmo de Rotterdam, cuyos méritos van mucho más allá de dar nombre a un programa de intercambio universitario.
Erasmo (Róterdam 1466- Basilea 1536) gozó ya de una inmensa popularidad entre sus contemporáneos. Según observó Stefan Zweig (op.cit. pág. 225 y ss.) , superaba en fama a Durero o Miguel Ángel: aquello que escribía se convertía en referencia; quien tenía ocasión de hablar con él se sentía iluminado; quien llegaba a recibir una carta suya –se han conservado unas dos mil-la veneraba como una reliquia. ¿De dónde surgía la autoridad sin parangón de esta figura de culto, de esta maravilla del mundo, miraculum mundi?
Tuvo que ver en ello su sabiduría enciclopédica, por la que mereció el título de doctor universalis; también su amable carácter y, en especial, su imparcialidad basada en una completa libertad de espíritu. Sin embargo, hubo otro factor realmente decisivo: su excepcional dominio del latín.
Su fama se cimenta con su obra Adagia. Quien desee participar en el debate erudito debe impresionar con su dominio de las sentencias brillantes y de las expresiones. Erasmo proporcionó a los lectores ochocientos proverbios y expresiones de importancia y los acompañó de referencias clásicas, explicaciones contextuales y su propio comentario, siempre brillante.
Además de sus comentarios de moral cristiana, Erasmo fue un excelente maestro de la lengua latina. Se puede comprobar en la obra De utraque verborum ac rerum copia, Sobre la doble abundancia de las palabras y de las materias, donde se nos enseña cómo variar y ampliar el estilo y el contenido de nuestras reflexiones. En la primera parte de la obra Erasmo propone ejercicios latinos de un virtuosismo inigualable. Una frase como Semper dum vivam, tui meminero (mientras viva, te recordaré) se presenta en casi trescientas variaciones. Los alumnos principiantes podrán decir numquam, quoad victurus sum, me tui capiet oblivio (nunca, mientras tenga vida, te olvidaré); los avanzados, por su parte, podrán intentar una expresión más refinada, como eadem me lux exanimem videbit, quae tui conspiciet immemorem (me verá muerto el día en que te pierda de mi memoria). No se trataba tan sólo de un juego literario e intelectual, sino también de un entretenimiento serio para quien quisiera entonces adquirir un gran dominio en el uso de la lengua.
Por otra parte, la vertiente artística de Erasmo alcanza su culminación en Encomium Moriae, Elogio de la locura, obra llena de ingenio y malicia, que comienza con un doble sentido en el título en el que se hace un guiño a su amigo, Tomás Moro (Morus), autor de la no menos genial Utopía.
Famosa como ninguna es también su obra De recta Latini Graecique sermonis pronuntiatione, Sobre la correcta pronunciación del griego y del latín, obra pionera que permite comprender la fonética de las lenguas clásicas, por más que en la actualidad haya quien la cuestione.
El recorrido por el Humanismo nos llevaría hacia otras muchas figuras interesantes, pero consideramos suficientes estos dos grandes personajes, Petrarca y Erasmo para poner rostro a esa etapa iniciada en el s.XIV, que la posteridad, a partir del s.XIX, denominó Humanismo y cuyos objetos primordiales de interés constituyen las materias que hoy denominamos Humanidades, fuente siempre inagotable de clásicos.
Toda la información recogida sobre el Humanismo y las Humanidades procede de la obra magnífica que hemos citado y que supone mucho más que una historia de la lengua latina, esto es, la aproximación al lector no especialista de la trayectoria y la extraordinaria relevancia del Latín y todo lo que en él se ha escrito para la historia del pensamiento universal.
M. Ángeles López