El maravilloso tesoro que constituye la literatura española cuenta en su haber con insignes grandezas, pero entre ellas acaso ocupe un lugar privilegiado la creación de arquetipos: quijotes, pícaros y -cómo no- donjunanes son obra del talento hispano en la conformación de caracteres universales admirados, analizados e imitados con más o menos éxito en distintas lenguas.
Moliére, Mozart o Byron, entre otros, son nombres de autores que sucumben al perfil de nuestro seductor más famoso y con música o sin ella pergeñan un personaje y una historia que hunde sus raíces en una antigua leyenda española, de la que da cuenta nuestra literatura en obras como El burlador de Sevilla, atribuida a Tirso de Molina, o Don Juan de José Zorrilla, entre otras muchas.
Si hubiera de identificarse un momento del año con nuestro personaje y con su obra homónima, sin duda sería el mes de noviembre el más indicado para tal fin, sobre todo, por su componente mortuorio; y si hubiera una ciudad y un teatro que con puntual fidelidad cumplieran con ese recuerdo y ese homenaje a esta obra romántica, esa ciudad sería Murcia y su teatro Romea. Cada año la compañía teatral Cecilio Pineda, bajo la dirección de Julio Navarro, representa el Don Juan Tenorio de Zorrilla con puntual seguimiento del texto original y con un despliegue de actores, decorados y detalles, que constituyen un alarde digno de los mejores profesionales (pese a ser una compañía amateur). Para los amantes del teatro clásico y de los textos teatrales representados hasta la última coma del original, este montaje supone un motivo de exquisito placer que se repite cada primero de noviembre de mano de estos entusiastas murcianos, que parecen haber sido una conquista más del irresistible encanto del personaje de don Juan.
Pues bien, de dos niveles de seducción, de don Juan como arquetipo y de Don Juan Tenorio de Zorrilla como obra, hablaremos en este artículo.
Nos encontramos ante una pieza teatral extensa donde tienen presencia los rasgos más definitorios del movimiento romántico: el elemento sobrenatural, la fuerza del sino (haciéndonos eco de otra obra romántica paradigmática) y, por supuesto, las leyendas históricas, que hacen retomar sucesos del pasado y conformarlos con ese espíritu decimonónico, que rescata del infierno al ser más deleznable por obra del amor.
El Tenorio cautiva. Con sus ripios, sus imperfecciones técnicas, ampliamente estudiadas por la crítica, es una obra de la que salen las alumnas de Bachillerato diciendo que se han enamorado de don Juan y lo mismo una niña de seis años y su madre de unos cuantos más. ¿Pero dónde radica ese encanto?
“…El amor salvó a don Juan al pie de la sepultura” (v. 3794). A nuestro parecer, este verso, pronunciado por doña Inés, es, sin duda, el motivo por el que un público tan diverso como el que asiste a esta obra sale fascinado de ella. En el desarrollo de la misma vamos viendo cómo un personaje canalla y altivo hasta la náusea, con una audacia que no conoce límites y una altanería sin parangón, inclina su cerviz (Jamás delante de un hombre/ mi alta cerviz incliné/ ni he suplicado jamás/ni a mi padre ni a mi rey./ Y pues conservo a tus plantas/la postura en que me ves,/considera, don Gonzalo,/ que razón debo tener” vv. 2480-2487) ante el comendador para que le conceda la mano de su hija, y cómo al final de la obra esa influencia elevada y extraordinariamente espiritual que supone para él la figura de Inés acaba consiguiendo el inesperado milagro de la transformación de don Juan, que es capaz de llegar a creer en Dios por inspiración de ese amor sublime; una metamorfosis postrera, casi al límite, incoherente, irracional, pero, en definitiva, real y creadora en el espectador de una emoción que justifica cualquier manifestación de admiración por esta obra en personas de diferente edad.
El burlador de Sevilla, con un tema similar, pero con un desenlace distinto puede divertir más, gustar más y, sobre todo, presentar una mayor coherencia por su castigo final al personaje de don Juan, pero nunca conseguirá impactar tanto en el público porque no se produce en la obra de Tirso el triunfo del bien sobre el mal, la caída de una audacia y una insolencia tan extremas por obra de un sentimiento tan universal como es el amor. Sí sucede en Zorrilla donde don Juan pasa de ser “un diablo en carne mortal/porque a lo que él, solamente/se arrojara Satanás”, vv.1941-1943, a un hombre arrepentido por amor, “No es, doña Inés, Satanás/ quien pone este amor en mí:/ es Dios, que quiere por ti/ ganarme para él quizás”, vv.2264-2267 o ¡Clemente Dios, gloria a Ti!/v. 3805…es el Dios de la clemencia/el Dios de Don Juan Tenorio! vv.3814-15.
Por otra parte, si el Tenorio (obra) cautiva, don Juan (personaje) seduce. Y la conformación psicológica de su perfil de seductor es posible, entre otros, a partir de dos pasajes literarios paradigmáticos: la famosa escena del sofá del Don Juan Tenorio de Zorrilla (vv. 2170-2223) y el cortejo de la pescadora Tisbea en El burlador de Sevilla, que se desarrolla en diversos pasajes (vv. 606-685, y vv. 958-1005) y no en un monólogo continuado como en el autor romántico.
Es cierto que don Juan parte siempre con la ventaja de ser un hombre bien parecido físicamente (“Mancebo excelente,/gallardo, noble y galán,/volved en vos, caballero”, dice Tisbea en El burlador de Sevilla, vv. 606-608), valiente como ninguno (“No he visto hombre/de corazón más audaz”, dirá Ciutti en Don Juan Tenorio de Zorrilla, vv.1954-1955) y tocado por una suerte personal que lo conduce siempre al éxito (“Mas, ¡qué diablos!, si a su lado/ la fortuna siempre va/ y encadenado a sus pies/duerme sumiso el azar”, Zorrilla, ibídem, vv. 1950-1953), pero también lo es que él, cuando no recurre a la suplantación para conseguir a sus damas, hace gala de extraordinarias dotes de seductor.
En primer lugar, a todo buen seductor han de asistirlo el dominio magnífico de la palabra, el hallazgo de la expresión oportuna en el momento correcto y, por supuesto, el equilibrio entre el poder y la necesidad, es decir, el punto exacto en que la persona es atrayente por su poderío, pero no se hace repelente por su soberbia. Al fin y al cabo, Amor es hijo de Poros y Penía, de esos dos extremos, que son el Recurso y la Pobreza y que, heredero de los caracteres de sus padres, carece de cualidades como su madre y busca ansiosamente quien lo colme, pero a la vez, por la condición de su padre, tiende siempre a la belleza (entiéndase aquí el amado), exulta, cuando la posee y languidece, cuando la pierde, repitiéndose este ciclo de manera constante, según formulación magistral del universal Platón (Banquete, 203b-c).
De este perfil es consumado maestro el donjuán de Zorrilla. Con doña Inés, mujer no conocedora de los placeres mundanos, criada en un convento, y habituada como máximo deleite a la contemplación de la naturaleza, crea una atmósfera deliciosamente sensual, donde todo el locus amoenus, que le describe don Juan (el olor de las flores, el brillo de la luna, la quietud del agua, el trino de los pájaros…), no puede ser sino el marco perfecto para la realización de ese amor que él siente por ella y que espera que ella corresponda. Algo así como si todo el ambiente respirara el mismo amor que inflama a don Juan y que busca incidir en el alma remisa de su “bellísima Inés, espejo y luz de mis ojos”, vv.2214-15, que habría tenido que ser de acero para no sucumbir y decirle en el verso 2256 y ss: “¡Don Juan!, ¡don Juan!, yo lo imploro/de tu hidalga compasión:/o arráncame el corazón,/o ámame, porque te adoro”.
El donjuán de Tirso, por su parte, comparte con el de Zorrilla el imperio de la galantería, y, aunque infinitamente más cínico, es un consumado artista en cifrar la existencia en la correspondencia de su amor por parte de la amada (“Y en ver tormentos mayores/crece Amor en mis pesares, y si moría de mares,/desde hoy moriré de amores,/y pues tan dulce rigor/en vos he llegado a hallar, dejadme volver al mar/para huir del mal de amor.” Tirso, op. cit., vv.629-636 o “Si vivo, mi bien, en ti/ a cualquier cosa me obligo./Aunque yo sepa perder/ en tu servicio la vida,/ la diera por bien perdida,/y te prometo de ser/ tu esposo”, vv. 968-974) . La conquista de Tisbea, donde no hay suplantación de otro, y sí una exhibición maravillosa de seducción, es consecuencia de un diálogo en el que el protagonista no cesa de decirle a la bella pescadora que no puede vivir sin ella, que es la razón última de su existencia y que su vida o su muerte están irremisiblemente ligadas a su amor o su desdén.
El tono es mucho más pasional en Tirso y menos sensual que en Zorrilla, lo cual resulta totalmente coherente, puesto que las mujeres conquistadas tienen también perfiles sociales y psicológicos diversos, aunque en ambos se llega a ellas por las mismas claves: la delicadeza, el halago y la postración a sus pies. El amante, convertido en esclavo (algo que, sin duda, nos recuerda esa deliciosa etapa de la literatura, plena de trovadores y damas) parece ser recurso infalible para la consecución de objetivos. Así la pescadora Tisbea, al igual que Inés de Ulloa, vencida por su galán, llega a decir “El rato que sin ti estoy/estoy ajena de mí”, vv.958-959, ante un don Juan que prometía: “Ojos bellos, mientras viva/yo vuestro esclavo seré/ésta es mi mano y mi fe”, vv.990-992.
No hay, pues, fracasos para don Juan, acaso por su aparente debilidad, por su cortesía, por su galantería, por su delicadeza, por su oportunidad en el hablar o por, -incluso- la desconfianza de quien escucha y sabe que nada será como él promete y, por eso, se hace aún más irresistible. Probablemente, la racionalidad no sea buena aliada para intentar hacer frente a un seductor y esa sea la clave de que mujeres de distinto origen, de variadas sensibilidades y de todas las épocas queden prendadas por el encanto de este arquetipo literario, del que más de una hemos de confesarnos rendidísimas admiradoras.
Si con ese proceder actúa, ¿cómo resistirse a don Juan?
M. Ángeles López