Sergi Ferreres, profesor de Filosofía.

Los filósofos y otros animales.

La filosofía siempre ha mantenido una extraña relación con el mundo, cosa que incluye a todas las especies que habitan en ella. En realidad, los animales siempre han servido de espejo para mirar a los humanos a través de relatos ejemplarizantes (las abejas en Marx), de metáforas que han tratado de ilustrar las concepciones antropológicas de cada filósofo (el perro de Diógenes), también como arma arrojadiza a manera de argumento contra otro (la gallina desplumada arrojada a Platón), o, directamente, como insulto a los otros filósofos que no piensan como nosotros (el asno de Buridán). 

Ahora bien, si hay algo que caracteriza la imagen que los filósofos dan de las distintas especies de animales es el absoluto desconocimiento (salvo honrosas excepciones) que los primero tienen de los segundos. El ejemplo más claro de ello sería el lobo de Hobbes, sobre el que se proyecta una imagen de especie feroz, traicionera y asesina despiadada. Unas características que se le atribuyen a aquellos individuos entre la especie humana que son capaces de realizar las peores acciones. Sin embargo, lo cierto es que se arroja sobre los lobos una imagen que no se corresponde a su realidad como especie, sino una construcción hecha a imagen y semejanza de las proyecciones humanas, que pone a esta especie como chivo expiatorio de aquello que nos aterra de nosotros mismos. 

Como he dicho antes, hay excepciones, aunque en algunos casos se traten de meras intuiciones que aventuran teorías que aparecen muchos años después, más que de un conocimiento cierto. Entre estos encontramos a los peces de Anaximandro que podría encontrarse entre los antecedentes del evolucionismo en el siglo VI a.c. La otra honrosa excepción podría ser Aristóteles del que podríamos decir que fue el primer zoólogo preocupado por establecer una primera taxonomía animal. Para ello tuvo que hacer observaciones a veces admirablemente minuciosas, como las que se refieren al comportamiento de algunos peces o cefalópodos, o las extraídas de sus disecciones y observaciones experimentales, como las hechas sobre el desarrollo del embrión de pollo en los huevos de algunas aves. 

De todas formas, si hay un tema que ha preocupado a los filósofos en su investigación con los animales ha sido la pregunta por aquello que nos diferencia. Desde su origen, ya hay una separación entre los humanos y el resto de los animales; así para el propio Aristóteles, éstos tienen algún tipo de alma, pero no aquella que les permite pensar. Esta diferenciación que traza la frontera entre lo humano y “lo otro” se establecerá a partir de buscar aquello de lo que carecen los animales respecto a nosotros: inteligencia, lenguaje, fabricación de herramientas, cultura, etc. 

Está búsqueda por la diferencia tendrá su agria polémica, ya entrada la edad moderna, entre Descartes y Condillac. El primero, gran defensor de la teoría del animal-máquina, niega a éste cualquier característica que pudiera humanizarlos; son incapaces de sentir o son incapaces de comunicarse puesto que son autómatas. Así pues, sus acciones o sus sonidos serían el producto del funcionamiento del propio “aparato” y no respondería a ninguna capacidad cognoscitiva del animal. Sin embargo, Condillac, precursor de una proto-etología, cree sin dudarlo que los animales piensan y sienten al igual que los humanos. 

Si bien este tema ha sido una constante entre filósofos, siempre ha sido considerado como algo menor entre una especialidad menor dentro de la rama de la Antropología (que tampoco ha gozado de gran popularidad en el canon filosófico). Sólo con la aparición de “el animal que luego estoy si(gui)endo” de J. Derrida en 2006 este tema se convierte en algo relevante en el pensamiento filosófico y empieza a alumbrar muchas de las investigaciones que sobre los animales se estaban realizando. Para este autor la filosofía se obstina en oponer al Hombre el resto del género animal como un conjunto indiferenciado: «el Animal». Además, la cuestión que procede plantearse no es si los animales pueden razonar sino: «¿pueden sufrir?». La lectura de textos filosóficos nos lleva a la conclusión que los filósofos, aunque sea de manera teórica han maltratado a los animales. Esto no ha dejado de tener graves repercusiones sobre nuestro trato real con ellos. 

Las preocupaciones de Derrida llevaron a poner el foco sobre otro filósofo al que se había menospreciado precisamente por teorizar sobre los animales mucho antes: Peter Singer. En “Liberación animal” de 1975 cree que la filosofía debe servir para cambiar aquello que no está bien en el mundo, y una de las cosas que no están bien es nuestra relación con los animales. En dicha obra puso las bases del movimiento antiespecista, considerando por primera vez a los otros animales como iguales frente a los seres humanos. Iguales para tener sus derechos básicos protegidos, como el derecho a la vida y al bienestar. Para éste, lo que les estamos haciendo a los animales debe verse como un mal terrible contra otras especies, como en su momento se vio el racismo o la violencia contra las mujeres.   

Estas reflexiones nos llevan a dos caminos diferentes. En primer lugar, aquella vía que explora Frans de Waal, psicólogo y primatólogo, quien mediante estudios y experimentos empíricos incluye a determinadas especies animales entre aquellas que se comportan con sentido de la justicia, de la equidad o de la cooperación, aunque también del uso del poder por parte de los cabecillas. Es decir, características que parecían exclusivamente humanas por su alto grado de sofisticación y que ahora existen especies (elefantes o chimpancés) que parecen haber dado el salto a ese grado de abstracción. Así, hay animales que son cada vez más humanos. 

Por otra parte, tendríamos las investigaciones de Vincianne Despret. Para esta autora, es muy difícil subsumir a todas las especies bajo la categoría única de animal. Para ella ya hay un problema en la propia clasificación y en la generalización de los animales. Para esta autora, no se trata tanto de humanizar a los animales sino de entender que los animales pueden enseñarnos a nosotros muchas otras maneras de hacer, de conocer y de relacionarnos con el mundo. Así, en “habitar como un pájaro” nos propone un nuevo acercamiento al territorio, alejado de la ocupación especulativa tan propia de nuestro sistema económico y proponiendo una nueva apropiación del espacio atendiendo al canto de un pájaro. 

Y si bien es cierto que cada vez las fronteras entre lo animal y lo humano se han ido borrando, si bien es cierto que nosotros los humanos cada vez tenemos más conciencia de ser una especie más entre las otras, no por ello dejamos de tener esa desazón que nos hace preguntarnos por qué no encajamos del todo en la naturaleza, por qué seguimos siendo esos animales cuya naturaleza consiste en creer que no son sólo un animal. 

SERGI FERRERES