En la vida de los que conseguimos alcanzar la vejez, llega un momento en que empezamos a despedir a parientes, amigos y conocidos con excesiva y alarmante frecuencia. Estas despedidas, siempre tristes, a veces desoladoras, resultan tanto más impactantes cuanto más inesperadas las presente el estado de salud o la edad del que se va.

La desaparición de Enrique, con su fortaleza física y su vitalidad que parecían anunciar bastantes más años de vida saludable, supuso para muchos de los que le conocimos y tratamos un fuerte choque emocional. La lejanía en el espacio, además, me impidió compartir la triste vivencia con los compañeros y amigos que habíamos disfrutado tantos años de su compañía.

La distancia, no obstante, me permitió traer a la memoria, forma tangible aunque exigua de inmortalidad, lugares y acontecimientos en que nuestras biografías se habían cruzado.

Nos conocíamos ya del Ribalta –él como alumno, yo como profesora-, cuando nos volvimos a encontrar en el Instituto de Onda. De esos felices años aparecen, entre otros muchos recuerdos, aquellas comidas campestres, primaverales, en el pantano de Benitandús, compartidas con otros compañeros también implicados en las clases de la tarde.

Coincidimos de nuevo como compañeros en el Instituto Penyagolosa Allí, durante bastantes cursos, tuve ocasión de conocer más a fondo su buen hacer como profesor y de disfrutar de su generosa amistad, de su trato amable y optimista. Gracias a él tengo un hermoso y cumplido recuerdo de la cena de mi jubilación en la que ofició de fotógrafo con el mismo acierto y buen humor con que solía emprender todas las tareas.

Después de tantos años de convivencia será difícil que, mientras conserve algo de lucidez, desaparezca Enrique de mi memoria. Pero hay algo más que no debo olvidar en este humilde homenaje póstumo: su participación en la orientación vocacional de mi hija, a quien entrenó en el club de atletismo mientras estudiaba bachillerato; él y Pepe Pallarés, otro de sus profesores en el Sos Baynat, son los responsables de que haya seguido con fortuna sus pasos profesionales. Y cuando llegó la hora de preparar su entonces difícil prueba de ingreso en el INEF, Enrique se ocupó de orientarla y ayudarla lo mismo que más tarde ocurrió con la oposición a profesorado de instituto.

El 22 de diciembre pasado compartimos mesa en la tradicional comida navideña de nuestro Instituto. ¡Quién me iba a decir que aquélla sería la última vez que hablaríamos de nuestras actividades, de nuestras familias, de sus hijas, de mis nietos…! ¡Lástima que la vida no nos dé una nueva oportunidad para seguir hablando! Sin embargo, agradezco a la misma vida que me haya permitido tener un compañero y amigo como Enrique Beltrán.

Mª Teresa Calderón