Cuando menos te lo esperas

«Cuando menos te lo esperas»
ALEJANDRA CEGARRA, PR4

La alarma del teléfono comenzó a sonar. Con ese típico sonido que te taladra la cabeza todas las mañanas y te hace desear que no sea tu despertador, sino el de otra persona. Jackson hundió la cabeza en la almohada y resopló a la vez que apagaba la alarma con pocas ganas. Se levantó de la cama con otro rugido y descorrió las cortinas completamente opacas de su habitación, dejando que un brillante sol matutino le cegara por completo.
Hacía un día precioso. El brillante sol, acompañado de un precioso cielo azul, sin una sola nube en el cielo, cubrían la ciudad como una manta protectora que animaba a todos a estar contentos sin importar las circunstancias. Sí, el adoraba esos días. Le hacían sentirse vivo. Caminó como un zombi al cuarto de baño. Se lavó la cara y contempló su rostro recién levantado en el espejo.
Sí. Era un chico guapo. Más que eso. Era muy guapo. Su pelo color miel, algo ondulado por las puntas, había alcanzado la longitud suficiente como para recogérselo en un pequeño moño. Sus ojos avellana tenían el poder de dejarte temblando con solo una mirada a través de unas tupidas pestañas claras.
Sus facciones finas y masculinas llamaban irremediablemente la atención, en especial de las chicas, por supuesto. Por no hablar de su masculina mandíbula perfectamente marcada. En cuanto a su cuerpo, era sencillamente perfecto. Poseía músculo y altura. En la universidad, todas las chicas iban detrás de él babeando sin poder evitarlo. Más de una había intentado pedirle una cita sin mucho éxito. No había ninguna que le llamara la atención, por muy guapa que fuera. No le gustaban los hombres, eso era seguro. Había tenido un par de novias en el instituto, pero para él, no habían sido nada más que atracción física. Nunca había experimentado el amor. Deseaba hacerlo, pero ninguna había despertado ese sentimiento en él. Se acarició el pequeño lunar que tenía debajo de su labio inferior y salió del baño.
Se vistió con unos vaqueros y un jersey gris que marcaba a la perfección sus músculos trabajados durante horas en el gimnasio. El adoraba el deporte. No podía pasar un día sin practicarlo. Todos los días, al atardecer, corría alrededor del enorme río que atravesaba su ciudad. Por no hablar del baile. ¡Dios!, él adoraba bailar. Llevaba haciéndolo desde los catorce años. Era un bailarín increíble.
Se sentó en el borde de su cama y comenzó a atarse las botas militares marrones.
Muchas veces había pensado en dejar la universidad para dedicarse a bailar profesionalmente. La realidad era que él no quería ser abogado. Detestaba la carrera que estaba estudiando. Pero la verdad era que cuando el idiota de su padre le obligó a entrar en la universidad para estudiar derecho a cambio de dinero, no se lo pensó dos veces. Lo único que quería en eso momento era salir por fin de su casa, ser independiente, hacer su vida y dejar a sus padres atrás. Sobre todo, eso. Quería perderlos de vista. Sobre todo, a él. Su padre. La persona que lo había maltratado desde niño. Que se había burlado de él. Que le había insultado y hasta pegado. Que le había dejado la culpa de todas sus desgracias. Le daba asco. Y su querida madre, que había permitido que todo eso sucediera.
Él había deseado infinitas veces que la empresa de su familia quebrara. Que tuvieran que vender todas esas propiedades y caprichos que no necesitaban. Todos esos coches caros y joyas millonarias. Que se quedaran sin nada, aunque eso supusiera llevarlo también a él a la ruina. Por desgracia, necesitaba el dinero de su padre para mantenerse hasta que acabase la carrera. Solo un año más y sería libre por fin. Cuando se graduara, mandaría a tomar viento la carrera de derecho. Mandaría a tomar viento seis
años de su vida y mandaría a tomar viento a sus queridos padres. Se dedicaría al baile. Conseguiría trabajo y haría su vida por fin. No le importaba no tener el dinero de su padre ni vivir como un rey como había hecho hasta ahora. ¿Para qué quería dinero? Eso no iba a hacerlo feliz. Eso era lo que por sí solo había aprendido, a diferencia de sus padres.
La canción “I just call to say I love you” de Steve Wonder le despertó de sus pensamientos. Sí, definitivamente era esa la canción que le cantaría a su mujer para despertarla por las mañanas. Cogió el teléfono y se dirigió al baño.
– ¿Jack, dónde puñetas estás?
-Peinándome.
Se recogió la parte superior de su cabello en un pequeño moño mal hecho, dejando suelto el resto.
-Tío, te dije te tenías que recogerme.
Jackson puso la típica cara de cuando tu madre te dice que descongeles el pollo del frigorífico y te acuerdas justo cuando la escuchas llegar a casa.
– Se te había olvidado, ¿verdad? Deja de peinarte tu maldita melena de Tarzán y mueve el culo a mi casa.
-Ya voy, tío. Tardo diez minutos.
-Más te vale.
Salió del baño mientras se ponía su chaqueta de cuero negra. Miró la hora en su reloj. Joder, las ocho y cuarto.
-Mierda, no llego en diez minutos ni de coña -pensó-.
Salió por la puerta de su casa para volver a entrar a los cinco segundos.
-Las llaves del coche, joder.
Cerró la puerta con llave y bajó las escaleras hacia el portal de su casa casi a saltos. Cuando abrió la puerta, el aire frío del invierno le golpeó el rostro con dureza. Se dirigió corriendo a la calle contigua donde estaba aparcado su Mustang EV del sesentaisiete color negro. Dios, adoraba ese coche. Cada vez que se subía se sentía como David Hasselhoff en el coche fantástico.
Aunque era temprano, la ciudad estaba en su pleno ajetreo. La gente corría de aquí para allá para evitar llegar tarde, como él. Había mucho tráfico. Los conductores pitaban como locos y se insultaban unos a otros por cualquier estupidez. Él odiaba esa actitud que tenía la gente, sencillamente le daba asco. Intentaba evitar las peleas siempre que podía, no porque le diera miedo ni por vergüenza, sino porque sencillamente no las aguantaba.
La avenida principal por la cual circulaba dejó a un lado los edificios y, al otro lado, el enorme río de la ciudad. El sol matutino se reflejaba en el agua haciendo que esta brillara de una manera preciosa.
Sonrió al ver aquella preciosa imagen que se repetía todas las mañanas. Miró otra vez la hora. Las ocho y media. ¡Mierda!, Leo lo iba a matar.
Cuando llegó a la puerta de la casa de su amigo se lo encontró de pie, apoyado en un muro, con su habitual Chupa-Chups de fresa en la boca.
Aparcó el Mustang a un lado de la calle y miró nervioso cómo su amigo se subía con rapidez al asiento del copiloto.
Leo se quitó el sombrero de lana gris que llevaba, dejando sus rizos pelirrojos pasear libremente por su rostro. Se sacó el Chupa-Chups de la boca y lo miró fijamente.
-Diez minutos. ¡Mis cojones!
Jackson bajó la cabeza y resopló.
-Cierra la bocaza de una vez –dijo sonriendo-.
Arrancó el Mustang y volvió a la carretera con una velocidad peligrosa.
-Bueno, a ver qué ha sido esta vez. ¿Te has quedado bailando como Billy Elliot hasta las cinco de la madrugada y no te has acordado de poner la alarma?
-Ja, ja. Ni puñetera gracia.
-¿Cuándo piensas decirle a tu padre que no vas a ser abogado?

-Ya te he dicho que no se lo diré.
-Sabes que en cuanto se entere te matará, ¿verdad? Y aún peor, te dejará sin dinero, tío.
-No me importa.
Leo se rascó la nuca y se mordió el labio.
-Jack tío, sabes que apoyo totalmente que quieras ser bailarín. Se que es tu sueño desde que éramos niños. Y me parece cojonudo que vayas a joder a tu padre así. Pero me preocupa que tu padre haga algo contra ti. No es una persona de las que dejan pasar de ese modo las ofensas de ese tipo. Y mucho menos si esa ofensa viene por parte de su hijo.
Jackson inspiró muy fuerte. No tenía ganas de sacar el tema. Y cada vez que escuchaba hablar de sus padres se cabreaba. No lo podía evitar. Pero Leo tenía razón, y él lo había pensado muchas veces. Su padre no iba a aceptar que su hijo le hubiera engañado de esa manera y estaba seguro de que se vengaría de él. Aunque, sinceramente, no le importaba. Por fin sería libre. Como un pájaro que se escapa de una jaula de oro para volar libre.
Soltó lentamente el aire, relajando sus fuertes hombros. Miró de reojo a su amigo y sonrió discretamente. Leo. Su mejor amigo. Uno de los pocos que tenía. Más que eso, era como su hermano. Se habían conocido a los trece años y habían estado juntos desde entonces. Desde los trece a los veinticinco. No se imaginaba la vida sin su mejor amigo. La única persona que le hacía reír cuando nadie lo hacía. La única persona que había estado con él y había aguantado su difícil vida sin importar las consecuencias. Era la única persona a la que consideraba de verdad su familia, y estaba muy agradecido de tenerlo a su lado.
-Lo sé, pero…
-… pero te da igual –Leo suspiró-. Lo sé. Siempre dices lo mismo. Pero que sepas que estoy muy orgulloso de esa decisión, por muy peligrosa y estúpida que sea. Ya sabes que estoy aquí, tío.
-No te meterás en esto. No te dejaré. Si mi padre te coge más manía de la que ya te tiene irá también a por ti y yo no permitiré eso.
-No me vengas ahora con gilipolleces –Leo le apretó el hombro en un gesto amistoso-. Estoy contigo hasta el final, amigo.
Jackson sonrió y le dio un flojo empujón. Sí. De verdad que se sentía agradecido de tener a su amigo. Pero él nunca permitiría que su padre le hiciese daño. Y los dos sabían de lo que era capaz. Lo alejaría de su vida para protegerle si fuese necesario.
Leo se recolocó en su asiento y se peinó los rizos pelirrojos.
-Por cierto, necesito tu choche.
Jackson soltó una carcajada.
-Ni de coña.
-Vamos, tío, hay una chavalita que está de muerte y es muy accesible. Hemos quedado el jueves. Voy a recogerla a su casa y quiero impresionarla.
-¿En serio? ¿Qué tiene de malo tu coche?
Leo arqueó las cejas y abrió incrédulo sus ojos negros.
-¿Estás de coña? Tío, mira este coche –Leo apoyó la cabeza en el salpicadero y lo acarició-. Está hecho para llevar a las citas al cine. Con este coche saldrían contigo aunque fueses un jodido orco.
Jackson arqueó las cejas y sonrió. A veces olvidaba lo infantil que podía ser su amigo.
-Tenemos casi veintiséis años, no necesitas mi coche para impresionar a una chica. Tú ligas más que yo.
-Ja, si, claro. Mis ganas.
Leo también era un chico muy atractivo. No necesitaba intercambiar más de dos frases para que una chica aceptase salir con él. Jackson se divertía mucho escuchándole hablar de los enfados que cogían sus “novias” cuando se enteraban de que en realidad no lo eran. Sí. Su amigo era muy ligón. Pero en cuanto a las relaciones serias, era un desastre. No recordaba que hubiera durado más de dos semanas con una chica. Su amigo no estaba interesado en el amor. Cuando una chica le llamaba la atención, no paraba hasta conseguirla (la verdad era que no tardaba mucho tiempo en hacerlo). Y luego, a por la siguiente. Así de fácil. Para Jackson, eso era completamente diferente. Muy pocas chicas le llamaban la atención como para salir con él. A él no le importaba tanto la belleza de una chica, sino cómo era su interior. Estaba deseando sentir todas esas emociones tan intensas que uno siente cuando se enamora y que nadie le había hecho sentir nunca.
Leo se le quedó mirando fijamente, como si intentara meterse dentro de su cabeza. Sonrió lentamente y rozó su lengua contra las muelas superiores. Jackson supo inmediatamente lo que eso significaba.
-No, por favor. No empieces.
Leo se rio.
-¿Por qué no? Tío, es imposible que no te guste ninguna chica. En la universidad tendrás a…. no sé. ¿Treintas chicas detrás de ti? Tío, eres el hombre más guapo que he visto en mi vida, haces que yo me sienta feo –Leo se señaló.
Jackson puso los ojos en blanco y el intermitente a la izquierda.
-Podrías tener a la chica que quisieras. ¿Por qué no sales con ninguna? Solo te he visto con dos chicas y fue hace años. ¿Te acuerdas de Mariela?
Jackson se rio.
-Joder, no me recuerdes a Mariela.
-De todas las tías que tenías detrás, justo tenías que salir con la loca.
-¿Quieres callarte? Yo lo pasé peor que tú.
Leo se calló, mientras repasaba todas las posibles opciones para su amigo.
-¿Qué tal Ruth?
-¿La de tercera hora? -Jackson miró ligeramente al techo intentando recordarla-. Mmm… sí, es guapa.
-¿Pero?
-Es un poco infantil para mí.
-Tío, escúchate –Leo lo imitó-. “Mmm, es un poco infantil para mí.”
Jackson se rio.
-No te burles de mí, capullo.
-Bueno, vale. ¿Y Elena?
Jackson abrió mucho los ojos.
-¿Quién? ¿La gótica? ¿La que va llena de piercings?
-Pero está buena.
Jackson resopló.
-No estoy preparado para eso.
Los dos llegaron al campus de la universidad y aparcaron el coche a lado de la puerta de entrada.
Bajaron del coche y entraron.
-Bueno, vale, lo he pillado, quieres enamorarte y ya está.
-Sí, creo que eso es lo que quiero. Y no salir con góticas a las que le va la depresión y la muerte–dijo Jackson sonriendo-.
-Vale, sí, ha sido una mala sugerencia.
Los dos se rieron mientras caminaban a su clase. Las chicas los miraban de refilón sin poder evitar una tímida sonrisa cuando sus ojos se encontraban con los de ellos. Sobre todo, con los de Jackson. La verdad es que se sentía muy incómodo cuando pasaba eso. Nunca sabía cómo reaccionar a esas miradas.
-Luego me dirás que ligo más que tú -dijo Leo sonriente-. Eso ya es tener mala leche.
-Cállate.
Jackson le empujó a un lado mientras se reían.
De repente se paró en seco.
-¿Qué pasa, Jack?
-¿He cerrado el coche?
-No sé.
-¡Mierda! Voy a comprobarlo. Adelántate tú.
-Vale. Eres un desastre, ¿lo sabías?
-Sí, mamá.
Leo le hizo una mueca y Jackson se rio mientras se daba la vuelta y volvía hacia el Mustang.
-No tardes. Te espero en clase.
Cuando llegó al coche, tiró de la puerta y esta se abrió con un “clack”.
-Joder. Soy un desastre.
Lo cerró y cruzó la calle hacia la entrada de la universidad, absorto en sus pensamientos.
Ni siquiera se dio cuenta cuando pasó. Todo fue muy rápido.
Un fuerte pitido. El sonido del frenazo de unas ruedas. Su respiración acelerada. El dolor del golpe y el sonido de sus huesos crujiendo.
Negro. Todo su mundo se volvió negro en una milésima de segundo.

«Me voy sin mirar hacia atrás»

«Me voy sin mirar hacia atrás»

ARTURO SALAZAR, PR4

No había relente cuando cayó la noche. Sin embargo, aunque el cielo se nubló y en el firmamento dejó de verse, la luna y su tenue luz, el transcurso de lo que quedaba de día, parecía estar en medio de la jungla más húmeda de todos los tiempos.

No obstante, resultó un poco extraño el temporal de últimamente, puesto que en toda la jornada de hoy el sol brillaba más que nunca. Por eso Judith Sánchez no se llevó su paraguas blanco al trabajo y tuvo que mojarse un poco para llegar al coche cuando saliera de su ocupación. Llegó tarde a recoger a su hijo de la casa de la niñera, el tráfico era lo peor en el centro y el ruido era como un petardo que te estalla en la oreja. Además, esa misma avenida estaba llena de semáforos, se ponen en rojo tan rápido como una persona tarda en pestañear y calculó que estaría allí en veinticinco minutos o treinta como mucho.

Diez minutos después, el teléfono empezó a sonar. Judith buscó el móvil en el bolso sin dejar de apartar su mirada de la carretera, pero no lo encontró. Despistada, se giró, aprovechando que estaban parados y lo sacó de las bolsas de la compra.

Buenas noches, Judith- respondió la niñera – ¿Cuánto te falta? El niño está listo.
Me vas a tener que disculpar, se me ha hecho tarde y estoy atascada en el centro, hay mucho tráfico hoy.
No te preocupes, de verdad, no pasa nada ¿Cuánto tiempo te llevará?

Judith se quedó callada un momento. Fuera en la calle estaba mirando a alguien que pasaba por allí. Lo reconoció al instante, empezó a temblar.

¿Hola, Judith? ¿Se ha cortado la llamada?

La voz de la chica la hizo volver en sí, se calmó y respondió que no era nada.

Estoy en tu casa en diez minutos- Contestó con prisas -¿Qué está haciendo ahora Rubén?
Está viendo una película que le he puesto, de dibujos.
Te lo agradezco, nos vemos ahora.

Judith colgó y dejó el móvil en las marchas del coche. Mientras lo hacía, avanzó lentamente. En el rato que llevaba hablando, había puesto la calefacción a una temperatura normal y cuando llegó a la casa de la niñera, empezó a dar vueltas con el coche en busca de aparcamiento.
Se cansó enseguida de tantas vueltas que había dado sin ningún resultado. Aparcó en el primer vado que vio, lo más cercano posible a la casa, para no mojarse porque había empezado a llover mucho.
Bajó deprisa y se puso la chaqueta por encima, cogió el móvil, el bolso y un cigarro que se fumó por el camino; después, tiró la colilla a la basura. No había mucha gente, tampoco parecía haber coches, así que cruzó la calle sin mirar.
Llegó a la puerta y tocó el timbre, no tardaron mucho en abrir. Judith la saludó y le dio las gracias. La niñera le invitó a entrar, pero Judith le dijo que no hacía falta y que otro día se quedaría para tomar algo en alguna cafetería.
Antes de despedirse, la niñera le ofreció un paraguas y lo aceptó sin rechistar.

Empezó a hacer más frío y el viento se levantó. Era como si la misma noche estuviera cantando una melodía monótona, que se repetía constantemente y luego se callaba.

Llegaron al coche y Judith sentó a Rubén en su sillín, le puso el cinturón y después ella cerró la puerta. Entonces, guardó el paraguas y, justo en el momento en que lo inclinó levemente para sacudirlo y dejarlo al lado de ella, le vio.
El viento paró de repente como hacía un momento, y una nube en el cielo dejó paso a la luna llena, que iluminaron a ambos con un rayo de luz blanquecina y enigmática. Sin embargo, aún seguía el mal tiempo, hacía mucho frío y Judith se ajustó su chaqueta bien. Se dirigió hacia él con rabia y, en un instante, se enfadó con ella misma y con él. Estaba confundida por haberle dado la sensación de lo había visto antes, cuando estaba en el centro, cruzar la calle.

Le miró a los ojos. Ella era más bajita que él y llevaba ropas oscuras.

¿Qué haces aquí, Carlos? – preguntó Judith con seriedad.

Tardó un poco en responder. Desde que ella se puso delante de él, no le quitó el ojo de encima.

¿No saludas primero?

Su voz era grave, potente y fuerte, a pesar de que estaba hablando normal. A Judith le trajo recuerdos, al menos los que ella quería conservar, tanto buenos, como malos.

– Digo yo que es la forma más conveniente de empezar una conversación.

¿Qué quieres? – siguió insistiendo Judith, quería ir al grano, llegar a casa de una vez y cenar, que al día siguiente tenía que madrugar.
Nada, pues, venía a recoger a Rubén.
Rubén ahora está conmigo. ¿Por qué vienes ahora a por él?

Miró hacia el coche y vio que el niño se había dormido. Se puso nerviosa y empezó a morderse las uñas.

– Te vas sin más, desapareces, y ahora tienes los cojones de plantarte aquí y decirme que vienes a por mi hijo.
¡También es mi hijo! Tengo derecho a verle porque…
¡No! – le cortó ella rápidamente. – No.

Se le humedecieron los ojos y frunció el ceño, estaba a punto de romper a llorar.

– Lo perdiste en el momento en que me pegaste delante de él.

El ambiente se puso tenso. Dejó de llover. Estuvieron un rato de pie, Judith mirando al suelo y Carlos a ella.

Me debes dinero ¿Sabes? ¿Cuándo me lo vas a dar?

Él no respondió nada.

Lo necesito- continuó ella – Llevo mucho tiempo esperando, te estoy dejando esta opción, sabiendo tú que en cualquier momento me saco un abogado de donde sea para que me lo des, porque me lo debes.
Tenía que pagar cosas.
Ya, ya, seguro. Yo tengo que pagar el alquiler del piso, sola, y no cobro hasta dentro de dos semanas, y también pagó a la niñera, que hoy no lo he hecho, pero que no tardará en escribirme un mensaje, diciéndome que le pague. Tengo que hacer horas extras para llegar a fin de mes y sacar a Rubén adelante. ¿Tú qué cosas estás pagando, que no te dan tiempo a ahorrar para mí?
Lo haces tú sola porque quieres, mujer- se defendió.

Judith, a cada palabra que decía Carlos, era un bono, una entrada de parque de atracciones que estaba deseando entrar y pisar, correr, saltar. Le ponía de los nervios hasta el punto de que no sabía ni lo que ella misma se decía mentalmente para relajarse.
Si no me vas ayudar…- prosiguió Judith mirándole a los ojos – Entonces déjame, lárgate como hiciste la última vez y no vuelvas. Estoy muy ocupada.

Se dio media vuelta y entró en el coche, hizo marcha atrás y se fue por otra calle para no tener que pasar delante de él.
Algo cambió en el rostro de Carlos. Sacó sus manos de los bolsillos. Ambas sostenían algo muy pesado y peligroso que no dudaría en utilizar… más pronto que tarde.