Història del Centre
Los años de vida del Instituto de Educación Secundaria “San Vicente Ferrer”, nacido como Instituto de Segunda Enseñanza “Blasco Ibáñez” en 1933, reflejan con bastante fidelidad lo que fue la evolución educativa de ese periodo, exponente a su vez de la conflictiva evolución española de toda la época. Es, por tanto, preferible, más que una enumeración cronológica de datos y nombres que no expresaría adecuadamente esa vida cambiante y problemática, el señalar las distintas fases que se distinguen en el desarrollo del Instituto, cada una con los rasgos que le imprime el período nacional en que se encuadra, y reseñar en ellas esquemáticamente los hechos, problemas y trabajos que pueden dotar, mejor que cualquier calificación subjetiva, de contenido y sentido históricos al proceso que se quiere resumir.
Los años de vida del Instituto de Educación Secundaria “San Vicente Ferrer”, nacido como Instituto de Segunda Enseñanza “Blasco Ibáñez” en 1933, reflejan con bastante fidelidad lo que fue la evolución educativa de ese periodo, exponente a su vez de la conflictiva evolución española de toda la época. Es, por tanto, preferible, más que una enumeración cronológica de datos y nombres que no expresaría adecuadamente esa vida cambiante y problemática, el señalar las distintas fases que se distinguen en el desarrollo del Instituto, cada una con los rasgos que le imprime el período nacional en que se encuadra, y reseñar en ellas esquemáticamente los hechos, problemas y trabajos que pueden dotar, mejor que cualquier calificación subjetiva, de contenido y sentido históricos al proceso que se quiere resumir.
Los difíciles primeros pasos.
La fase inicial, que no es otra que la del nacimiento y primeros pasos del Instituto “Blasco Ibáñez”, se enmarca en la época y obra educativa de la Segunda República, y más concretamente en la necesidad de crear centros de enseñanza en sustitución de aquellos otros de naturaleza religiosa que habían sido constitucionalmente suprimidos. Esta necesidad se hacía sentir claramente en la ciudad de Valencia -a pesar de la existencia de otros institutos, como el veterano “Luis Vives” y el recién nacido (en 1932) “Instituto Escuela”- y de ahí que un decreto del 26 de agosto de 1933 crease también un Instituto Nacional de Segunda Enseñanza con el nombre de “Blasco Ibáñez”. Otro decreto (en la Gaceta del 13 de octubre del mismo año) nombraba, como Director y Secretario, respectivamente, del nuevo centro, al catedrático de Matemáticas D. Desiderio Sirvent López (procedente del Instituto de Alcoy) y al catedrático de Agricultura D. Feliciano Luna Arenes (procedente del Instituto Hispano Marroquí de Ceuta).
Ahora bien, esos decretos no correspondían a una real preparación y disponibilidad de medios, por lo que la instalación real del nuevo centro de enseñanza tuvo que realizarse a costa de no pocos trabajos y esfuerzos del nombrado Director-Comisario, al que se unieron también ocho “profesores encargados” procedentes de los “cursillos de selección” realizados el curso anterior. Las dificultades comenzaban por la misma carencia de local donde instalar un Instituto sólo existente en la Gaceta y en las personas del profesorado. Después de búsquedas y gestiones diversas por parte del Sr. Sirvent, se instaló provisionalmente en locales que había ocupado la Escuela Industrial, en el edificio de la Escuela de Artesanos (número 42 de la Avenida del 14 de Abril, luego llamada de José Antonio, y actualmente del Reino de Valencia). A ello habían contribuido eficazmente tanto el interés del Sr. Navarro, director de la Escuela de Artesanos, como las gestiones del concejal del Ayuntamiento y vicepresidente de la Comisión de Instrucción Pública municipal D. José Feo Cremades.
Pudieron, finalmente, inaugurarse las clases el 1 de diciembre de 1933, con unos cuatrocientos alumnos y alumnas trasladados del Instituto “Luis Vives”. Pero la precariedad e insuficiencia de las instalaciones (sólo contaba con cuatro aulas y otras dos dependencias) obligaron seguir intentando la utilización de otros edificios, especialmente de aquellos que dejaban libres los cambios decretados sobre las instituciones religiosas; de momento, solamente se pudo ampliar ligeramente lo que se tenía con el alquiler de una planta baja en la calle de Luis Santángel, y más adelante con otro local de la misma “Avenida del 14 de Abril”. Aunque se daban también otras dificultades de orden material y económico, la más grave era este problema del local, por lo que, al terminar el curso, el Director urgía al Subsecretario del Ministerio para que se tomasen medidas a fin de que el Instituto pudiera instalarse en “un edificio que reúna las adecuadas condiciones, de las que carece casi en absoluto el que ocupa actualmente el Centro”.
A pesar de esas malas condiciones, y habilitando turnos de clase de mañana y tarde, el curso 1934-35 comenzó el 29 de octubre de 1934 con una matrícula próxima a los quinientos alumnos, desarrollándose en un período en que la vida nacional adquiría progresivamente una tensión política cada vez mayor y más dramática. Y, desgraciadamente, cuando el Institutopareció haber solucionado en gran medida el problema de su asentamiento, durante el curso 1935-36, fue cuando esa tensión llegó a su máximo nivel, desembocando en la trágica guerra civil de los tres años. Efectivamente, nuevas gestiones de Sirvent, orientadas otra vez hacia el edifico que la institución denominada “Instituto-Asilo de San Joaquín” poseía en la calle de Almirante Cadarso, número 24, dieron al fin resultado, y el 26 de febrero de 1936 exponía el Director al claustro las ventajas que ese edificio ofrecía tanto por su capacidad y condiciones como por su situación próxima a los locales que se venían utilizando hasta ese momento. Aprobada la idea por el claustro, delegó éste en el Director toda la gestión, y se elevó la propuesta a las autoridades ministeriales, que el 3 de marzo del mismo año aprobaron el arriendo del inmueble.
A ello hubo que agregar una autorización especial, dada la peculiar naturaleza de los propietarios del edificio. Se trataba, en efecto, de la “Fundación Instituto-Asilo de San Joaquín”, creada en 1925 por Doña Filomena Tamarit e Ibarra, marquesa de San Joaquín, como una institución benéfica destinada a “educar a jóvenes cuyos padres hubieran disfrutado de rentas, sueldos o pensiones, con los que educarlas e instruirlas en la forma que corresponde a una señorita de buena posición”. Aunque era una obra benéfica en favor de muchachas huérfanas, dada la finalidad docente de la institución, ésta había pasado en 1935 a depender del Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes, al que cedió, en esta sentido, su “protectorado” sobre la fundación el Ministerio de Trabajo y Sanidad, el cual había recibido, a su vez, las competencias sobre beneficencia que anteriormente se integraban en el Ministerio de Gobernación. Teniendo en cuenta que el Patronato de esta “obra pía de cultura” había decidido construir otro edificio para servir a los fines de la misma, y que había ofrecido consiguientemente el inmueble de la calle de Almirante Cadarso en alquiler al Instituto, el Ministerio “autorizó” a la Fundación para que realizase ese arriendo al Estado por el precio previsto de 42.000 pesetas anuales.
El edificio en cuestión era una hermosa e interesante construcción, rodeada de jardín con arbolado, cuyo proyecto -fechado en 1918- era obra del arquitecto D. Demetrio Ribes, que ha sido considerado como uno de los iniciadores de la arquitectura modernista del siglo XX en Valencia, donde introdujo y difundió la utilización del hormigón armado, y cuya creación más conocida es la Estación del Norte, prototipo del estilo modernista en nuestra ciudad. En el caso de la construcción de Almirante Cadarso, hizo una obra de tipo neogótico -como también lo era la verja que rodeaba el jardín- de ladrillo y piedra artificial, sobre cuya portada destacaba el escudo heráldico con leones tenantes y una imagen corpórea del santo titular, San Joaquín. En torno a algunos de los vanos principales del exterior se desarrollaban decoraciones polícromas esgrafiadas, destacando los dinteles mixtilíneos de las ventanas, especialmente de las que se abrían en las torres que había en los extremos del cuerpo central, cubierto de terraza. En cuanto a la planta, tenía una distribución simétrica en torno a dos patios interiores que rodeaban la iglesia, situada en el centro.
En este atractivo lugar -que, más adelante, daría sede y carácter al Instituto “San Vicente Ferrer” durante muchos años- parecía que debía encontrar, al fin, su adecuada ubicación el “Blasco Ibáñez”. El 1 de julio de 1936 comenzó la instalación del Instituto en la casa-chalet de Almirante Cadarso, y a ello contribuyó el mismo alumnado que, dirigido y estimulado por D. Desiderio Sirvent, volcó su entusiasmo juvenil en el traslado de muebles y material. Pero el estallido de la guerra civil, días más tarde, truncó radicalmente esa esperanza.
La guerra civil
Los trastornos de aquella etapa histórica incidieron fuertemente sobre un Instituto que estaba prácticamente en proceso de formación. Aunque el rector D. Juan Puche procuró salvaguardar aquellos elementos culturales y educativos que pudieran sufrir las consecuencias de las primeras alteraciones revolucionarias, el centro se vio requerido por otras entidades ahora surgidas que querían hacer uso de sus instalaciones y material, y quedó sobre todo profundamente afectado por la movilización militar de los profesores más jóvenes. El curso académico no llegó a iniciarse, y el 25 de noviembre se recibió una orden de la superioridad para que el local se cediese a fin de que se instalase en él un hospital infantil del Ministerio de Sanidad y Asistencia Social.
En enero de 1937 el gobierno republicano hizo un esfuerzo por dar una apariencia de normalidad a la vida educativa, quiso que se desarrollase el curso, haciendo -en este caso- incluso volver del frente a profesores que habían sido movilizados. Pero el Instituto “Blasco Ibáñez” quedó instalado provisionalmente en otro lugar: el amplio recinto del antiguo Colegio de San José de los jesuitas, donde se hallaba instalado (como consecuencia de la expulsión de esta Orden) el Instituto Escuela, una de las más logradas obras educativas de la Segunda República. El “Blasco Ibáñez” ocupó la zona recayente a la actual Gran Vía de Fernando el Católico (y al río: su dirección era la de Paseo de la Pechina, número 5), al otro lado del llamado “campo de arena”, antiguo picadero donde los jesuitas desarrollaban clases de equitación para su alumnado, y que la Escuela había convertido en lugar de juegos y recreo.
Durante algún tiempo coincidieron en aquellos amplios edificios y jardines estudiantes y profesores de cuatro centros de enseñanza, pues a los dos Institutos citados hay que agregar los Estudios Nocturnos que llegaron a ser el Instituto Obrero y el Grupo Escolar “Luis Bello”.Lo que da más expresiva idea de la anormalidad del Centro en aquellos dramáticos años es el trastorno completo del cuadro del profesorado, que se vio afectado de un modo u otro por la guerra o los enfrentamientos políticos. En febrero de 1937, habiendo cesado en la dirección Don Desiderio Sirvent, le sucedió en el cargo el catedrático de Francés Don Manuel López Ferrándiz. Pero la dispersión del profesorado (tanto de enseñanza media como de otros niveles) provocada por la ruptura bélica en toda España, llevó hasta Valencia a docentes refugiados de otras regiones, los cuales fueron adscritos temporalmente a éste y a otros centros de enseñanza.
Y si bien, como consecuencia de lo agitado del período, falta documentación oficial y escrita, otras fuentes de información orales permiten reconstruir las peripecias del Instituto en los años de guerra. Así, advertimos que en el curso 1937-38 el “Blasco Ibáñez” recupera la sede que no había llegado a estrenar en 1936, es decir, el “Asilo de San Joaquín” de Almirante Cadarso, estando entonces dirigido por uno de los profesores incorporados de otros lugares, el Sr. Ramírez. Pero desde el verano de 1938 ya la documentación nos muestra un notable esfuerzo de estabilización para el desarrollo de la acción docente por parte de un nuevo Director-Comisario, el catedrático de Latín Don Antonio Roma Rubíes, procedente de Jerez de la Frontera, que encabezaba un reducido claustro de profesores en el que actuaba como Secretario accidental Doña Matilde Moliner. En el trasiego de profesorado provocado por la guerra, incluso se dio una incorporación ocasional al Instituto de catedráticos de Universidad procedentes de otras regiones.
La tremenda realidad de la contienda inunda la vida toda de un Instituto que extiende sus actividades a los meses de verano, que rinde homenaje a los alumnos muertos en el frente de combate, y que se ve obligado a la construcción de un refugio para guarecerse de los bombardeos que sufría la ciudad de Valencia; Don Antonio Roma tenía que ocuparse en organizar la entrada y estancia de alumnos y profesores en el refugio, tanto o más que de las alteradas tareas de enseñanza, las cuales sufrirían una brusca ruptura y un completo replanteamiento con la terminación de la guerra civil.
Las fechas de matrícula se publicaban en el BOLETÍN OFICIAL DE LA PROVINCIA DE VALENCIA
La posguerra: los años 40 y 50.
El fin de la guerra significó el comienzo de una nueva época para el Instituto que, por orden Ministerial del 20 de abril de 1939, pasó a denominarse Instituto Nacional de Enseñanza Media “San Vicente Ferrer”, convirtiéndose (por otra Orden del 5 de agosto del mismo año) en exclusivamente femenino, y quedando ya para lo sucesivo en su ubicación de Almirante Cadarso. En estos tiempos de la posguerra, que prolongó muchos de sus caracteres en las décadas de los años 40 y 50, algunos de los que habían sido cualificados profesores del centro -como Don Desiderio Sirvent, Don Antonio Roma, Don Antorio López Ferrándiz, Don Antonio Ballester Vilaseca o Don Alejandro Gaos- sufrieron las consecuencias de las “depuraciones” políticas que se abatieron sobre el profesorado, y el cuadro docente experimentó una gran renovación.
La dirección recayó primeramente en Don Modesto Jiménez de Bentrosa y Díaz-Caballero, catedrático de Geografía e Historia, que procedía del Instituto “Luis Vives”, donde había ocupado su cátedra desde 1903, siendo director del mismo por pocos días al término de la guerra; en el “San Vicente Ferrer”lo fue del 18 de abril de 1939 al 15 de junio de 1945, y le sucedieron en el cargo Don Pedro Aranegui Coll, catedrático de Ciencias Naturales (del 31 de octubre de 1945 al 1 de octubre de 1955), y Don Rafael Ferreres Ciurana, catedrático de Lengua y Literatura, (del 1 de octubre de 1955 al 30 de junio de 1960).
El ambiente general de los años 40 se reflejó en el Instituto en diversos aspectos. La mala situación económica del país en la posguerra repercutía especialmente en un profesorado oficial que se hallaba mal remunerado, y que acusaba ésta y otras dificultades en el orden docente y en sus actitudes generales. La depresión de la enseñanza estatal en este período queda expresada, por ejemplo, en el hecho de que la matrícula del Instituto en 1948 experimentase un descenso respecto a la de 1947. Por otro lado, se incrementaron notablemente las actividades religiosas en el centro: ejercicios espirituales; entronización del Sagrado Corazón (1946); voto asuncionista; bendición de la Capilla, declarada Oratorio Semipúblico (26 de febrero de 1954); misas oficiadas por el obispo auxiliar; voto mediacionista. El Instituto recibió visitas de figuras políticas de la época: Pilar Primo de Rivera (mayo de l946); la esposa del gobernador civil (18 de noviembre de 1950), el general Sáenz de Buruaga, etc.
Uno de los aspectos más importantes para la definición de la nueva época fue la implantación del Plan de Estudios de 1938, elaborado por el ministro de Educación Nacional Don Pedro Sáinz Rodríguez durante la guerra. Se debe tener en cuenta que, al nacer el Instituto “Blasco Ibáñez” en 1933, se acababa de implantar el Plan de Estudios del 13 de julio de 1932 en el cual el Bachillerato constaba de seis cursos, pero que casi inmediatamente -el 29 de agosto de 1934- se promulgó el nuevo plan de estudios (“Plan Villalobos”), en el que un Bachillerato de siete años quedaba dividido en dos ciclos, el primero de tres cursos, y el segundo de cuatro (a su vez, divididos en un grado formativo, y otro más científico).
En el curso 1934-35 y los siguientes se abordó el nuevo Plan, aunque todavía se impartían enseñanzas y se examinaba a alumnos de los planes anteriores, incluso del Plan de 1903.El cambio fue muy marcado al terminar la guerra. El “Plan Sainz Rodríguez” de 1938, cuyos “principios fundamentales” comenzaban por la formulación del “empleo de la técnica docente formativa de la personalidad sobre un firme fundamento religioso, patriótico y humanístico”, estableció un Bachillerato de siete años, coronado por el “Examen de Estado” para el acceso en la Universidad, más otras modalidades administrativas como el Libro de Calificación Escolar.
Este plan pretendidamente cíclico, pero con más peso en la adquisición de conocimientos que en los factores formativos, se mantuvo hasta la implantación de la “Ley de Enseñanza Media” de 1953, debida al ministro Ruíz-Jiménez, que dividió el Bachillerato en Elemental y Superior, y que en el Instituto “San Vicente Ferrer” dio ocasión a meritorias tentativas del catedrático de Filosofía, Don Félix García Blázquez, para una reorganización que propiciase el trabajo y la formación personal de las alumnas, la coordinación del profesorado, y la reducción de alumnas por clase.
En la década de los años 50 ya es notorio el crecimiento general del Instituto: si en el curso 1955-56 la matrícula había sido de 682 alumnas oficiales, en el curso 1959-60 fue ya de 934 alumnas oficiales (más 2.198 libres y 3.989 colegiadas). Con ello, crecieron también diversos servicios del centro, pudiendo citarse la implantación del Servicio Médico Escolar, la creación de una Asociación de Antiguas Alumnas, y el desarrollo de algunos ciclos de conferencias.
Merece destacarse, en estos y los siguientes años, los brillantes éxitos logrados por las alumnas y profesoras del Centro en el ámbito de la cultura física y los deportes. En 1955 el equipo de balonmano se proclamó campeón juvenil de España en la final celebrada en Bilbao, y en 1956 se disputó una final nacional juvenil de baloncesto entre dos equipos del Instituto. En 1960, el equipo de baloncesto participó como campeón de Valencia en las eliminatorias celebradas en Tarragona, como lo había hecho el equipo de gimnasia en 1956. En 1965 el equipo de atletismo entrenado por María José Carrión, y formado por María Esther González, Amparo Segura y Olga Muñoz, se adjudicó el campeonato provincial de campo a través, estableciendo un récord nacional, y en ese mismo año la alumna Carmen Juan vencía en el Campeonato provincial femenino de pentathlon
Los problemas del crecimiento: la transformación del Instituto.
Bajo este signo de los “problemas de crecimiento” se inició el que podemos considerar como “cuarto período” de la vida del Instituto, que corresponde a las Direcciones de Don José Manuel Aguilar Bores, catedrático de Latín (del 1 de julio de 1960 al 30 de septiembre de 1964), y de Don Ramiro Pedrós y Font, catedrático de Dibujo (del 1 de octubre de 1964 al 30 de junio de 1969). En este período tendría lugar la más importante transformación material del Centro, que pasó a tener la estructura y apariencia actuales.
Pero también en este caso se manifestaron, en el ámbito reducido de un Instituto de Enseñanza Media, los rasgos propios del “crecimiento de los años 60” en la vida histórica española, es decir, el de una mudanza tan rápida, en razón de la presión agobiante del incremento demográfico escolar, que ciertos valores quedaron sacrificados en aras de una pretendida “funcionalidad”, sin que los técnicos ministeriales llegaran a plantear y resolver en profundidad los problemas educativos.
La transformación comenzó con la adquisición, por el Estado, del edificio del “Asilo de San Joaquín”, lo que tuvo lugar en 1962. Como antecedente de la cuestión se debe considerar el pleito que inició la Fundación del Asilo para la recuperación del inmueble, y que llevó a la conclusión de la necesidad de que el Ministerio de Educación Nacional comprase el edificio. En mayo de 1959 aprobaba el Ministerio el plan de adquisición, y al año siguiente se hacía cargo legalmente de la casa la abogacía del Estado. Fue necesario resolver entonces la difícil cuestión del precio, que al fin quedó fijado en 23.265.321,30 de pesetas, que fueron abonadas al iniciarse el año 1963.
Ahora bien, esto no era sino un paso que aseguraba la permanencia del Instituto en su sede, pero que no resolvía los acuciantes problemas creados por el crecimiento constante de la matrícula y por la carencia de aulas adecuadas, de laboratorios y de otros instrumentos igualmente necesarios para la enseñanza. De ahí que el director Sr. Aguilar iniciase gestiones para la ampliación y mejora del centro, pudiendo anunciar ya en mayo de 1963 que había fundamentos para pensar en una “reconstrucción total por etapas del edificio del Instituto”. Se pensó también, ante la necesidad evidente de laboratorios, en la que insistía justificadamente Don Roberto Feo, catedrático de Física y Química (y Secretario del Centro años después), en proponer la construcción de un pabellón exterior que quedase posteriormente incorporado al cuerpo general del edificio.
Sin embargo, al cabo de algún tiempo se impuso en el Ministerio la idea de la construcción de un edificio de nueva planta, y en septiembre de 1964 ya pudo anunciarse la apertura de una fase definitiva del proyecto de “reinstalación”, según el cual debería erigirse la nueva construcción sobre el solar del edificio existente, sin necesidad de interrumpir clases ni servicios, ni hacer traslado provisional alguno. La realización de esta importante transformación se debió, sobre todo, a la actividad del nuevo director, D. Ramiro Pedrós (1964 a 1969), el cual ya tenía larga experiencia como Jefe de Estudios y como Delegado Provincial de Protección Escolar. Debe también consignarse el eficaz apoyo del alcalde de Valencia, D. Adolfo Rincón de Arellano, cuyo interés por el desarrollo de los centros educativos de la ciudad se manifestaría en estos mismos años, en lo referente a la Enseñanza Media, también en el impulso dado a la puesta en marcha de nuevos Institutos (el “Sorolla” y el “Benlliure”).
El Sr. Pedrós gestionó una ampliación del presupuesto para la obra, que quedó fijado en unos dieciséis millones de pesetas, y el 21 de abril de 1966 empezaron los trabajos, con retraso de un año respecto a lo previsto, y con el proyecto de terminarlo en otros dos. El hecho de que no se interrumpiesen las clases se debía a que el nuevo edificio, en forma de U, y de una extensión de 3.741 m2, debía ocupar el espacio del jardín del anterior, en tanto que éste quedaba convertido en patio para pistas deportivas. Se pudo cumplir ese objetivo de continuidad mediante una redistribución de las clases en jornadas de mañana y tarde, y aunque la capacidad del centro -de unos mil alumnos- no varió sensiblemente, se ganó en dependencias docentes; se crearon, en particular, excelentes laboratorios y Seminarios de Ciencias Naturales y de Física y Química, así como nuevos espacios para Salón de Actos, Escuela-Hogar, Gimnasio, Capilla, oficinas y otras dependencias.
No obstante, la concepción “cientificista” que predominaba en los técnicos del Ministerio hizo que no se planteara siquiera la adecuación espacial respecto a las enseñanzas de ciencias sociales y humanísticas, y a ello habría que añadir el error arquitectónico de la mala ubicación de las aulas y la insuficiencia de Seminarios y de lugar apropiado para Biblioteca. A los fallos funcionales se sumaba la pérdida del atractivo edificio de la época anterior, de la que se lamentaría fundadamente el Sr. Pedrós, que hubiera deseado un Instituto mejor para Valencia. De este cambio de piel y esqueleto del “San Vicente Ferrer” -como lo definió el periodista Lucinio Sanz- se salvaron las artísticas verjas del antiguo Asilo de San Joaquín, que se trasladaron a San Miguel de los Reyes, y del arbolado del jardín sólo permaneció una “griella”,mientras que las palmeras fueron trasplantadas a los jardincillos de “El Palleter”, junto a las Torres de Quart. Otros muebles y objetos del patronato quedaron como donación al Instituto, al que todavía sirven, en algunos casos, de decoración.
El curso 1967-68 se inició ya con la utilización de la parte del nuevo edificio recayente a la calle Burriana, y la mitad de la recayente a Almirante Cadarso (15 aulas), y al siguiente ya se pudieron utilizar todas las aulas y casi todas las dependencias. La matrícula de aquel curso 1967-68 había llegado a la cifra de 1.862 alumnas oficiales, pero el crecimiento del Instituto iba más allá de su sede central, pues agregando las alumnas de las Secciones Delegadas, Filiales, Colegiadas y Libres, llegaban a ser 14.946, dependientes de un modo u otro del Centro.
Contaba éste en aquellos momentos con nueve Filiales en el extrarradio de Valencia (Grao, Benetúser, Moncada, Tres Cruces, Tendetes, Calle de Alboraya, Mislata y Godella), y en 1966 llegaron a ser doce. En 1965 se habían creado las dos Secciones Delegadas en las calles de Isabel de Villena y de Juan de Garay, y en 1967 otra en Cullera. Una Orden Ministerial de 1962 había establecido los Estudios Nocturnos, que significaron una importante posibilidad para las estudiantes que trabajan, pero que también llegaría a dotar de una complejidad excesiva al funcionamiento del Instituto.
La transición a la actualidad.
Esta complejidad, agravada por las limitaciones con que los arquitectos municipales habían concebido el nuevo edificio, se puso de manifiesto en los tiempos siguientes, que nos conducen a la actualidad -lo que obliga a una exposición más escueta, en aras de la objetividad-, y en los que se sucedieron las direcciones de D. Eugenio García Lomas, catedrático de Francés (del 1 de agosto de 1969 al 30 de agosto de 1970), Doña Carmen González Pujol, catedrática de Latín (del 1 de septiembre de 1970 al 30 de septiembre de 1972), D. Juan Tormo Cervino, catedrático de Geografía e Historia (del 1 de octubre de 1972 al 26 de marzo de 1974), D. Ramiro Pedrós Font, catedrático de Dibujo (del 27 de marzo de 1974 al 5 de febrero de 1976), D. Rafael Ferreres Ciurana, catedrático de Lengua y Literatura (del 6 de febrero de 1976 al 26 de diciembre de 1981), y D. Vicente Dualde Pérez, catedrático de Ciencias Naturales (del 29 de diciembre de 1981 al 30 de junio de 1982).
Siguiendo con el encuadramiento de la evolución del Instituto en los períodos bien caracterizados de la evolución nacional, se podría afirmar que ésta es la etapa en que se hacen patentes los fallos estructurales apuntados, junto con el planteamiento de problemas generales en el orden educativo y profesional. Hay que pensar que la década de los 70 se inicia con la ambiciosa reforma tecnocrática de la Ley de Educación de 1970 (“Ley Villar”) que, aunque fue seguida en 1975 del nuevo “Plan de Estudios de Bachillerato”, comenzaba un proceso que, en diversos aspectos, significaba una degradación de los aspectos propios de la Enseñanza Media, suscitando problemas tanto en el orden académico como en el profesional. Así, en el caso concreto de pretender que se ejerciera una función selectiva subordinada en el acceso a la Universidad, que dio lugar a que el Claustro del Instituto se pronunciase enérgicamente contra la tendencia.
Los problemas del período de transición no impidieron que hubiera actividades dignas de mención, tales como las de los coros del Instituto dirigidos por Doña María Dolores Palau, que obtuvieron premios en el concurso convocado por el Ministerio en 1961, actuaron en la fase final en 1964, y ganaron el concurso de villancicos de 1970. Se mantuvo la continuidad en los éxitos deportivos, con obtención de primeras medallas en pruebas de atletismo de 1967 (por las alumnas Stas. López Arana, García Hernández, Molla Simón, García Fabregat y García Estellés), y hubo otros, como los conseguidos por las alumnas de los cursos primero y segundo en un concurso de pintura infantil de 1966. En el orden más estricto de estudios académicos, junto con la iniciativa renovadora de las clases de Valenciano, impulsadas por el Profesor (y Secretario durante algunos años) D. Manuel Sanchis Guarner, cabría registrar el alto nivel general del alumnado, mostrado en la obtención de premios extraordinarios (de los que citaremos, a título de ejemplo, los obtenidos en 1975 por Ana María Miquel y María Teresa Botella en Grado Superior).
Estos logros no podían oscurecer la realidad de que se hacía cada vez más sensibles las carencias en el orden material e instrumental. El Instituto había tenido una excelente biblioteca en sus primeros tiempos, catalogada por el prestigioso bibliotecario D. Abelardo Palanca, pero este elemento esencial sufrió las consecuencias de la transformación del edificio, no pudiendo encontrarse durante bastante tiempo lugar adecuado, pues hasta el 25 de enero de 1975 no estuvieron disponibles los locales que había ocupado el Patronato de Protección Escolar, que también resultaban insuficientes. No podían suplir esta deficiencia básica las bibliotecas de los Seminarios, respecto a las cuales merece citarse la generosa donación de libros que, al de Física y Química, hizo el veterano y distinguido Profesor de Matemáticas D. José María Estevan Ballester. Bajo la segunda dirección del Sr. Pedrós se hicieron importantes modificaciones y mejoras (en el Salón de Actos, Capilla, Dirección y Secretaría), aunque no se pudiera llegar a la instalación del comedor escolar que planeaba el activo director. Un planteamiento general de la necesaria renovación espacial no se dará hasta nuestros días, en que se proyecta la ampliación de la Biblioteca, la construcción del archivo y de nuevos Seminarios, etc.; esta obra, iniciada bajo la breve dirección de D. Vicente Dualde, es la que desarrolla la actual Dirección.
Breu biografia de Sant Vicente Ferrer
De noble família valenciana, va estudiar filosofia i als disset anys va ingressar a l’Orde de Sant Domènec. Va continuar els estudis superiors als convents dominics de Barcelona, Lleida (1369-1372), on tingué com a mestre Tomàs Carnicer i Tolosa de Llenguadoc. Des del 1385, va ensenyar teologia als estudis de València.
El 1379 va conéixer el llegat pontifici a la cort de Pere el Cerimoniós, el cardenal Pedro Martínez de Luna; arran d’aquest fet va convertir-se en partidari del papa d’Avinyó Climent VII, enfrontat a Urbà VI. L’any 1394, Pere de Luna va ésser elegit papa pels cardenals avinyonesos amb el nom de Benet XIII, i aquest nomenà Vicent el seu confessor personal i conseller, a més de penitenciari apostòlic; Vicent, però, refusà el nomenament de cardenal, per humilitat.
El setembre del 1398, durant el setge amb què Carles VI de França, que no reconeixia el papa Benet, va sotmetre Avinyó, Vicent Ferrer va caure malalt. Una llegenda diu que va ésser guarit miraculosament per Crist i els sants Francesc i Domènec i que aquests el van enviar a predicar pel món, per fer que els pecadors es convertissin, ja que la fi del món era propera. Guarit, demanà el permís per deixar la cort papal i li fou concedit, amb el títol de llegat a later. Així, passà la resta de la seva vida com a predicador arreu d’Europa, sobretot als regnes hispànics. Gràcies a la seva capacitat oratòria, el to apocalíptic dels sermons i la seva fama de taumaturg, va obtenir nombroses conversions, tant de cristians com de jueus i musulmans.
Va voler acabar amb el cisma d’Occident, intentant una concòrdia entre Benet XIII i Gregori XII i, en no assolir-ho, demanant a Benet que renunciés al papat. Com que aquest s’hi negà, Vicent treballà perquè les corones de Castella i Aragó no li donessin suport. Així, en 1412, al Compromís de Casp que havia de solucionar la qüestió successòria a la Corona d’Aragó, Vicent va acabar donant suport al candidat Ferran I d’Aragó perquè propugnava la fi del cisma i donava suport a Martí V enfront de Benet XIII.
Breu biografia de Vicente Blasco Ibáñez
Vicente Blasco Ibáñez
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Biografía
Blasco Ibáñez, Vicente. Valencia, 1867 – Menton (Francia), 29.I.1928. Novelista y político.
Blasco Ibáñez era hijo de una familia aragonesa de comerciantes que había emigrado a Valencia a mediados del siglo XIX. En su infancia y adolescencia estuvo expuesto a una Valencia republicana y federal, y a un clima de revueltas contra el poder central, teniendo además aquella Valencia un destacado protagonismo en los acontecimientos que llevaron a la Restauración de 1875. Desde esos años de primera formación, estuvo a la vez en contacto con la huerta y el mar valencianos, lo que sería para él igualmente decisivo en su futura producción literaria. Cuando en 1882 empezó a cursar la carrera de Derecho en la Universidad de Valencia, conoció al poeta Constantino Llombart, entusiasta republicano y significado iniciador del movimiento literario en lengua valenciana, con quien estrechó fuertes vínculos. Conoció entonces a Teodoro Llorente, Félix Pizcueta, Vicente Wenceslao Querol, Jacinto Labaila, Lladró y otros, que habían de formar parte de la generación de la “renaixença valenciana”.
Aunque fue requerido a integrarse en ese movimiento, que preconizaba el regionalismo, la lengua y la literatura valencianas, las aspiraciones de Blasco Ibáñez eran mucho más amplias y, finalmente, tanto Valencia como España, le resultaron límites demasiado estrechos.
Blasco Ibáñez llevó a la calle la literatura y la política. Tanto en 1889, cuando fundó el semanario La Bandera Federal, como en 1894, año en que convirtió ese semanario en El Pueblo, dio muestras bien elocuentes de que su obra literaria y su credo político perseguían la meta de llegar a los sectores mayoritarios de la sociedad.
Como periodista puso su periódico El Pueblo al alcance económico de las clases trabajadoras, y como editor puso a su vez los libros de la editorial Sempere, que dirigía en Valencia, y de la colección La Novela Ilustrada, que editó en Madrid, al alcance de un público popular. Arturo Barea cuenta, en La forja de un rebelde, que Blasco Ibáñez quiso remediar las dificultades que la mayor parte de la población tenía a comienzos del siglo XIX, para adquirir libros y dijo: “Yo voy a dar de leer a los españoles”. Y, en efecto, “a un precio muy barato editó a Dickens, Tolstoi, Dostoievsky, Dumas, Víctor Hugo […]”. En 1905, escribía Blasco Ibáñez en el El Pueblo: “La misión de los revolucionarios españoles no consiste únicamente en agitar los ánimos, sino en educar a los hombres, en difundir la cultura entre ellos, pues sin un pueblo culto y consciente la República futura arrastraría una vida de dificultades”. Pero poco a poco se fue quedando a solas con la novela, como si ésta fuera su último reducto, su última trinchera. De la política se desengañó más de una vez; de la novela, nunca.
La sensibilidad literaria de Blasco Ibáñez estuvo fuertemente dominada por la novela histórico-folletinesca. Tal fue el sello de marca dominante en algunas de sus primeras narraciones cortas: “La aventura veneciana” (1886) y “La espada del templario. (Leyenda provenzal)” (1887), de las novelas Hugo de Moncada, ¡Por la Patria! (Roméu el guerrillero), El conde Garci-González aparecidas las tres en 1888; o de sus tres gruesos volúmenes de la Historia de la revolución española (1890-1892), una suerte de Episodios Nacionales galdosianos, o su La araña negra (1892), un folletín anticlerical cuyo modelo era El judío errante de Eugenio de Sue. Anécdota significativa de la biografía de Blasco Ibáñez es que, cuando en diciembre de 1883 se fue a Madrid, fugándose de casa, adonde regresaría en febrero de 1884, esperaba poder conocer a Francisco Pi y Margall, que en aquellos momentos estaba a punto de publicar el periódico La República, y acabó haciéndose amigo de Manuel Fernández y González, famoso autor de folletines, para quien trabajó como negro. En esa escapada confluyeron la ideología republicana, las ansias de publicar en la prensa de izquierdas y el aprendizaje en el arte del folletín.
Las novelas y cuentos valencianos —tanto Arroz y tartana (1894), Flor de Mayo (1895) y Cuentos valencianos (1893), como obras inmediatamente posteriores, Entre naranjos (1900) o Cañas y barro (1902)— son sobre todo, con independencia de la mayor o menor influencia del naturalismo de Zola, un decidido acercamiento a la realidad sociopolítica de la región valenciana. Ese acercamiento regional, parcelado en cuentos y en novelas, tenía como meta última la denuncia de los efectos devastadores de la Restauración en el conjunto de la sociedad española. Las críticas de Blasco Ibáñez a la Restauración fueron de un radicalismo total, sin concesiones.
En 1923, en una nota a una nueva edición de Flor de Mayo aparecida en ese año, recordaba Blasco Ibáñez que en los meses de abril y mayo de 1895, cuando empezó a escribir esa novela, “dejando momentáneamente la dirección de El Pueblo”, se escapaba a navegar “en las barcas del Cabañal, haciendo la vida ruda de sus tripulantes, interviniendo en las operaciones de la pesca de alta mar”. En una de esas escapadas, que no hacía por recreo sino para documentarse, conoció al pintor Sorolla. Dos poderosas expresiones artísticas comienzan entonces a manifestarse. Lo que uno no puede alcanzar con la pluma, lo logrará el otro con el pincel. Ese paralelismo artístico sigue su marcha ascendente, sin que jamás se enfrenten los caminos de Sorolla con los de Blasco Ibáñez, pero sintiéndose ambos acuciados por la común sed de gloria y de notoriedad”.
En el período comprendido entre 1886 y 1905 —año en que fija su residencia en Madrid— pasó Blasco Ibáñez de la novela histórico-folletinesca a la novela valenciana y de ésta a la novela social. Este último grupo, compuesto por las cuatro novelas La catedral, El intruso, La bodega y La horda, fueron escritas casi ininterrumpidamente, sin que entre ellas hubiera apenas distancia temporal.
En 1905, terminada la serie de las novelas sociales, fundó el semanario La República de las Letras, donde publicó, en el número 1, el artículo “La novela social”. Blasco Ibáñez se detuvo a explicar los planteamientos teóricos que había intentado desarrollar en sus cuatro novelas sociales. El activismo político desplegado en la prensa, en particular en El Pueblo, dio progresivamente paso a una radicalización de su obra novelística y de su teoría de la novela. Se adelantó una vez más a su tiempo. Muchos de los presupuestos que expuso en ese artículo iban a tener en los años veinte y treinta del siglo XX una enorme actualidad. Pero cuando salió el artículo, en mayo de 1905, poco había que esperar literariamente de los autores de la Generación del 68, envejecidos y, salvo contadas excepciones, Galdós de manera señera —colaboró, por cierto, en La República de las Letras—, poco nuevo tenían que decir; en cuanto a la Generación del 98, que años atrás había tenido brotes de rebeldía, ya estaba recogiendo amarras, ya estaba buscando refugio en los predios del egotismo. Blasco Ibáñez parecía estar remando contracorriente. En medio de ese panorama, su figura se agiganta.
En mayo de 1906 publicó La maja desnuda, que representa una transformación de la concepción que hasta ese momento tenía de la novela. Como señala León Roca: “El amor no había sido descrito jamás por Blasco Ibáñez como personaje principal y agente determinante de la fábula novelesca”. A esta nueva manera pertenecen La voluntad de vivir (1907) y Sangre y arena (1908). Los muertos mandan (1909), que es considerada, con razón, una novela distinta a las anteriores, cierra y termina una etapa de su vida. En ella domina la presencia —no habitual en el autor— del pasado y la presión que éste ejerce sobre la vida del hombre. De Los muertos mandan dijo en una ocasión Blasco Ibáñez que fue la última obra del primer período de su vida literaria. Entonces, tras haberse instalado en Argentina, donde fundó la colonización “Cervantes” y “Nueva Valencia”, dejó de escribir novelas durante seis años. Entonces quiso crear, según recordó él mismo años después, novelas en la realidad, siendo “novelista de hechos y no de palabras”. Con todo, publicó, en 1910, Argentina y sus grandezas, libro de divulgación y de viajes, como lo había sido Oriente (1907) y lo iba a ser La vuelta al mundo de un novelista (1924-1925).
Abandonó la Argentina en 1913, y en el barco que le devolvió a Europa empezó a componer Los argonautas, que terminó en París unos meses antes de que estallara la Primera Guerra Mundial, de la que se convertiría en cronista.
A El Pueblo de Valencia, y a periódicos de América, fue mandando desde París y los frentes una serie de crónicas de guerra y, a la vez, publicó unos cuadernos semanales, titulados Historia de la guerra europea de 1914, que fueron reunidos en nueve volúmenes. Esta Historia tuvo un éxito editorial sin precedentes en España, que pronto sería superado por el éxito mundial que tendría la publicación, en 1916, de Los cuatro jinetes del Apocalipsis. También cosechó el favor del público Mare nostrum (1918).
De Los cuatro jinetes del Apocalipsis, como de Sangre y arena, se hizo en Hollywood una versión cinematográfica, que fue —decía Blasco Ibáñez en febrero de 1922— “el más extenso y costoso de todos los que se conocen hasta el presente, y el cual obtiene en los Estados Unidos un éxito que durará años”.
Se ha comentado con razón que Blasco Ibáñez vuelve a ser en Los cuatro jinetes del Apocalipsis el novelista que tiene por misión defender una noble causa. Como en los tiempos de sus cuatro novelas sociales, entendió nuevamente que la literatura y el arte tienen razón de ser cuando están al servicio de algo o para algo.
En Los enemigos de la mujer (1919) reiteraba el continuo beber en las vivas y fecundas maneras de la observación: “Apenas instalado en Montecarlo, vi con mis ojos de novelista un mundo anormal que vivía al margen de la guerra, queriendo ignorarla, para mantener tranquilo su egoísmo”.
Blasco Ibáñez fue confiriendo a la novela un estatuto de modernidad —la novela como instrumento con capacidad de analizar y canalizar saberes acerca de la realidad—. Una vez cumplido este estatuto, otorgó a la novela, una capacidad para contribuir a transformar y a regenerar a la sociedad. De ahí que para Blasco Ibáñez apenas hubiera, al menos hasta terminado el ciclo de las novelas sociales y las novelas escritas durante la Primera Guerra Mundial, diferencias entre su activismo político y su escritura literaria. Eran dos estrategias que, formalmente distintas, abocaban, arremolinadas y pujando con la fuerza de un torbellino, a una misma meta. Había que asediar la realidad, con la novela, con el artículo periodístico, con la palabra en la tribuna pública…, pero siempre extramuros de las entonces vigentes instituciones políticas, cuya legitimidad siempre —a veces, de manera intempestiva— cuestionó.
La novela podía y debía tener esos cometidos porque entonces era —dijo en “Discurso en la Universidad George Washington”, pronunciado cuando en 1920 fue nombrado doctor honoris causa de esa Universidad— “para todos los humanos una necesidad intelectual, tan inevitable e imperiosa como las más vulgares necesidades materiales”. O porque, como también afirmó Blasco Ibáñez con no menor rotundidad en esa ocasión: “La novela es el género literario más importante de nuestra época. De sus páginas se escapa el humo embriagador de la ilusión que nos eleva a otros mundos mejores, o nos inspira el deseo de ser más generosos y más buenos en el mundo presente”.
No hablaba Blasco Ibáñez de una ilusión enajenadora, que sirviera de subterfugio al lector para huir de sus responsabilidades, sino de una ilusión que le permitiera imaginar un mundo mejor, más justo y ecuánime. Pronunciadas esas palabras en 1920, en la Universidad George Washington, ni era ya entonces el activista de otros tiempos ni era aquélla la ocasión de hablar como tal. No obstante, hay en ese discurso una declaración de principios, atemperada pero firme. Blasco Ibáñez seguía creyendo en un mundo laico, con capacidad de cambiar la realidad, de ser cada vez más libre, más justo y más equitativo. El eterno republicano, famoso y aburguesado, hombre en aquel entonces de lo que hoy se llamaría la jet set, seguía agarrado, de todos modos, al sueño, no realizado pero todavía anhelado, de que sería posible un día cercano proclamar y establecer en España los principios de la Revolución Francesa: la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad.
Republicano de toda la vida, cuando se enteró, en 1923, del golpe de Estado del general Primo de Rivera, que contó con la aquiescencia de Alfonso XIII, decidió, frente al resignado callar de la mayor parte de la población española, luchar con la palabra, como también había hecho durante la Primera Guerra Mundial, por esos principios. En unas declaraciones había anunciado: “Yo sí opinaré. A ningún hombre que pueda tener eco en España y en el mundo entero le es lícito callar en estos momentos. El que calle, debiendo hablar, sabe por qué calla; pero no olvide que, en su día, así lo reclama la justicia, se exigirán todas las responsabilidades por acción y también por omisión. Si en España no se puede hablar ni escribir, hablaré y escribiré fuera. No se me tache de mal patriota si expongo ante la faz del mundo las vergüenzas políticas de mi país”. Así lo hizo. En noviembre de 1924, además de crear y sufragar la revista España con honra, donde colaboraron Miguel de Unamuno y Eduardo Ortega y Gasset, publicó Una nación secuestrada: el terror militarista en España y, en mayo de 1925, Lo que será la República española. En 1920 había publicado El militarismo mejicano, un libro también político, que resultó asimismo muy polémico.
En los años finales de su vida publicó las colecciones de cuentos El préstamo de la difunta (1921), Novelas de la Costa Azul (1924) y Novelas de Amor y Muerte (1927), y las novelas El paraíso de las mujeres (1921), La Tierra de todos (1922), La reina Calafia (1923), El Papa del mar (1925) y A los pies de Venus (1926). En 1929 aparecieron dos novelas póstumas: En busca del Gran Kan y El caballero de la Virgen, y en 1930, El fantasma de las alas de oro.
El éxito de ventas de la casi totalidad de su producción literaria se debió muy posiblemente a que se había adelantado, como señala León Roca, “en muchos años al ritmo en que vive y se desenvuelve su patria”. Poco antes de morir, le hacía Blasco Ibáñez estos comentarios a Estévez Ortega: “Mis novelas se venden más que hace tres años, y no juzgo prudente decir por qué. Hace tres años, su tiraje inicial era de 34.000 ejemplares; ahora es de 40.000. Me refiero a mis novelas en lengua española. Y debo decir que, según mis cálculos, una cuarta parte o algo más queda en España, y el resto se difunde por toda la América española, y también por los Estados Unidos, donde tengo numerosos lectores que saben español y no aguardan a que las novelas se publiquen en inglés”. ¿Qué pensarían los escritores españoles que estaban malviviendo en España, mirando con temor los Pirineos, con unas tiradas de mil o dos mil de sus libros al leer declaraciones como éstas? Pío Baroja, en respuesta a unos comentarios de Blasco Ibáñez sobre Mala Hierba, decía, en 1918, de La horda: “Como todas mis novelas, Mala Hierba parece un borrador de un libro que no ha cuajado”, y, por el contrario: “Lo que hizo Blasco Ibáñez [en La horda] es fácil. Dar unidad a un libro empleando fórmulas viejas de relleno, usando una retórica altisonante, es cosa que se puede aprender, como se aprende a hacer zapatos”. La enemistad de Baroja hacia Blasco Ibáñez le impedía reconocer que el éxito del valenciano podía estar motivado precisamente porque él sabía dar a sus obras esa unidad, que no se puede aprender, contra lo que afirmaba Baroja, como un artesano aprende su oficio. No se puede aprender de ese modo porque no solamente había oficio, algo siempre muy respetable, sino porque había mucho más. Blasco Ibáñez, en las “novelas sociales” se había planteado la escritura de esas cuatro novelas —igual que con las novelas valencianas y de la mayoría de sus novelas— en términos tanto artísticos como ideológicos. Acaso en esa conjunción radique que sus novelas —lo mismo cabe aventurar de la obra de Galdós, de Víctor Hugo o de Zola— contaran con tan amplia recepción.
Encontrar la clave de la razón —o mejor de las razones, pues todo parece indicar que no hay una sola razón, sino muchas razones— del éxito de Blasco es uno de los retos más difíciles, y tal vez más urgentes, que plantea el fenómeno literario Blasco Ibáñez. Su radicalismo republicano era de raigambre pequeñoburguesa —lo que limita el alcance ideológico tanto de las novelas valencianas como de las sociales y demás novelas—, pero su mentalidad positivista, que, por otra parte, no hay que desligar de su republicanismo, representa una apuesta por la modernización, en todos los aspectos, ideológicos, políticos, culturales… de la sociedad española. Que tuviera tantos lectores, es una indicación —un marcador— de que su propuesta calaba en muy amplios sectores de la población. Y también que supo presentar artísticamente esa propuesta.
El fenómeno Blasco Ibáñez hay que enmarcarlo en un contexto nacional e internacional —especialmente, francés—, en el que no solamente entran en juego fórmulas propias de un bestseller de nuestro tiempo. No había, en el caso de Blasco Ibáñez —ni en el de Galdós, Víctor Hugo o Zola, ejemplos los tres muy pertinentes, pues fueron autores de gran éxito por quienes sintió Blasco Ibáñez una declarada admiración—, ni escapismo ni trivialización. Ni aún menos hubo complacencia con el statu quo. Hugo y Zola, como Blasco Ibáñez, y en cierto modo, Galdós, que por ello no fue propuesto para el premio Nobel, se enfrentaron al poder y sufrieron distintas formas de ostracismo. No deja de ser llamativo que Blasco Ibáñez, que en la década de 1890 buscó refugio varias veces en el extranjero perseguido por la policía de los gobiernos de la Restauración, tuviera que salir de Barcelona, cuando durante la Primera Guerra Mundial visitó España, custodiado por la Guardia Civil. Y si tras el golpe de Estado de Primo de Rivera, en connivencia el general con Alfonso XIII, volvió Blasco Ibáñez al activismo político, no lo hizo porque le iba a reportar —más bien ocurrió lo contrario— beneficios económicos.
93 años de historia
Noventa y tres años de historia y todos los cursos las mismas ilusiones, retos y desvelos del primer día, como si nuestro alumnado siempre tuviera entre 12 y 18 años. Y es que es así. En nuestro centro todo se hace cada año un poco más viejo, menos nuestra labor: realizar la formación intelectual y humana de nuestros jóvenes.
El Instituto de Educación Secundaria San Vicente Ferrer de Valencia nació en 1932 con la denominación de “Instituto Blasco Ibáñez”, ya entonces con más carencia de medios que en la actualidad, pues su fundación fue antes sobre la norma que sobre el espacio y tuvo que situarse provisionalmente en los locales que había ocupado la Escuela Industrial, en el edificio de la Escuela de Artesanos localizada en la actual Avenida Reino de Valencia, a unos 200 metros de nuestra ubicación actual. No fue hasta principios de 1936 cuando se trasladó su ubicación al antiguo Asilo de San Joaquín, en un bello edificio que se encontraba sobre el solar que ocupamos actualmente. Sin duda, no eran tiempos fáciles para nadie.
Fue en 1964 cuando se construyó el actual edificio, pendiente ahora de una reforma integral, o un derribo para una nueva construcción o ya no sabemos qué, en un proyecto que se dilata en el tiempo a la vez que aumentan sus deficiencias y carencias.
Han sido pues miles los alumnos y alumnas que han pasado por sus aulas, muchas más alumnas que alumnos pues durante décadas fue “el instituto de chicas” de Valencia. En la actualidad tiene una matrícula que ronda los 700 alumnos y alumnas y un claustro de casi 70 profesores y profesoras . Está situado en el centro de la ciudad, sobre el solar de aquel viejo, seguramente maravilloso edifico construido por Demetrio Ribes, en el conocido como barrio de L’Eixample, entre la Gran Vía Marqués del Turia y la Avenida de Reino de Valencia. Sin embargo, la mayoría del alumnado no procede de esa zona sino del Barrio de Russafa y zonas próximas a la Avenida de Peris y Valero, con unas condiciones socioeconómicas inferiores a las del propio entorno del centro.
Somos un centro público que impartimos ESO y bachillerato y que pone en el foco de nuestra labor la formación no sólo académica y profesional de nuestro alumnado sino personal y humana de todos los jóvenes que pasan por nuestras aulas. Un instituto con la intención de ser referente en la formación de idiomas puesto que además de la docencia de y en castellano, valenciano e inglés, es posible recibir clase de francés y de italiano. También somos referentes en la temprana resolución de conflictos a través del grupo de igualdad, convivencia y mediación en el que participan profesorado, alumnado y familias y que ha sido modelo para la formación de mediadores en multitud de otros centros.
Con la ilusión de un “joven de 93 años” nuestro centro se enfrenta cada día a los retos de la educación y la enseñanza en nuestra sociedad. Lo hacemos con proyectos como este, inimaginable sin duda hace nueve décadas, pero que son para nosotros una nueva oportunidad de mejorar y avanzar en nuestra labor docente.