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CUENTAS tú, buen amigo, que no hay nadie
para echarte una mano por el hombro
y decirte otra cosa diferente
al epígrafe del último periódico.
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Estás dolido de ver al mundo ciego
discurrir por un cauce de aguas muertas,
sin hambre de saber, con hambre sola,
vegetal y exprimida como un tuétano.
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¡Pobre hombre, que quieres derramarte
en el mar de las aguas infinitas
y no sabes los puntos cardinales
de cada corazón estremecido!
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Cada ser es un foco de miserias,
y ninguno queriendo contagiarse
del mismo mal, que lleva tan adentro
-tan adentro y tan hondo-
que presumo
que nos debe pisar ya las entrañas.
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El amigo de ayer, el hombre bueno,
aquél con quien jugábamos de tarde
al terminar el último rastrojo,
ya no está con nosotros;
una tarde
se fue para olvidarse que existía.
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Y aquellos otros, ¡todos ya se han ido!
Sólo un recuerdo amargo nos contempla
de soledad que quiere recluimos
a masticar ceniza y polvo viejo.
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Pero tú no has querido conformarte
y estás aquí -tu carta lo confirma-
queriendo revivir antiguas cosas
que fueron tan amables en su tiempo,
y que hoy son remotas e imposibles
de volver, ni siquiera, a la memoria.