A José Gutiérrez
UN DIARIO de cuerpos macilentos y turbios
se desliza en la sombra de las calles sombrías;
desperdicios de hombres, demacrados, caídos
en el hueco sin fondo de su propia miseria.
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Desterrados del llanto, desterrados del grito,
impotentes al alma que se muere en su boca,
como dóciles perros se someten al látigo
que les cruje la sangre, que les cruza la vida.
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Estos seres informes, estos cuerpos opacos,
estos tristes remedos del hombre de otros días,
pasean las ciudades con las fauces abiertas
por el hambre cansino que palpita en sus venas.
Van rodando entre harapos, mentiras
[y excrementos,
husmean en residuos de opulentos banquetes,
besan el polvo oscuro de las suelas cretinas
que exprimieron su sangre dejándola en el hueso.
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Sonámbulos del tiempo, no han pisado la tierra,
no saben de aires libres, ni de campos remotos,
de árboles cargados de frutos verdaderos,
ni del grano cocido con sudor de la frente.
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Son barrios, son esquinas, son lugares comunes,
son tabucos, taberna donde el vino se sueña,
son maricas, a veces, por unos cuantos duros;
son rameras por hambre, por dolor o por luto.
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Salen de su cloaca cuando amanece el día,
se queman de aguardiente las telarañas sosas
que hacen sus gargantas, para matar el tiempo,
mientras viene o no viene el mendrugo primero.
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Mendigan, cambian, venden barajas o gusanos,
hacen bulto en las colas de cartillas mugrientas,
trafican con el puesto, laberintos y coces,
de una red de complejos y proyectos sociales.
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Virtuosos del vicio les socorren a veces,
les dan la hiel medrosa de unas pobres monedas,
y publican su nombre en papeles tan sucios
que parecen la marca de su propia miseria.
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Así se nombra ahora este ambiente que flota:
“Miseria y Compañía”, Sociedad en el ocaso,
sociedad de la sombra polvorienta y desnuda
donde todos caemos más o menos despacio.