La voz experta

La veu experta

Revista abril 2023

Emociones y habilidades
emocionales

«La buena vida es un proceso, no un estado
de ser. Es una dirección, no un destino»

CARL ROGERS

Quisiera comenzar esta reflexión sobre la educación emocional partiendo de esta frase de Rogers. La expresión «la buena vida», que para cada persona tendrá un significado diferente, es un proceso, una dirección, y —yo añadiría— un viaje. Para este viaje, muchas veces por terrenos desconocidos, lo mejor es disponer de un buen mapa y una brújula. El pensamiento nos permite establecer nuestro mapa del mundo, es necesario para la vida, lo vamos construyendo con los aprendizajes y las experiencias y cuantos más detalles, cuanta más información (cuanto más desarrollemos el pensamiento) mejor elaborado estará nuestro mapa. Las emociones son la brújula —inherentes a la vida, no elegibles, con diferentes niveles de complejidad— que nos permite movernos en la dirección elegida y de forma acertada. Un buen mapa sin una buena orientación puede hacer que perdamos el norte. Una buena brújula sin un mapa por el que orientarnos puede hacer que vayamos en la dirección equivocada. Equilibrar pensamiento y emoción nos ayuda a construir y elegir nuestra buena vida.
Las emociones son procesos de carácter neurofisiológico, son una parte esencial de la vida humana y tienen un significado, están causadas por una circunstancia que puede ser externa o interna y tienen un impacto fisiológico,
es decir, las sentimos en el cuerpo. En todo momento están presentes las emociones, aunque no siempre tomemos conciencia de ellas. Las emociones nos ayudan organizar nuestro comportamiento, dirigiendo nuestra atención hacia lo que es importante. Quizá estás pensando que a veces las emociones te desorganizan en lugar de ayudarte a organizar. La realidad es que no podemos dejar de emocionarnos, y si pudiéramos, no sería bueno. Bien llevadas, las emociones son nuestras aliadas y no nuestras enemigas. Con «bien llevadas», me refiero a la capacidad de ver nuestras emociones, sentirlas en el cuerpo, entenderlas, expresarlas, encontrarles sentido y regularlas. Cuando somos capaces de hacer esto, tenemos un buen nivel de inteligencia emocional. Entonces las emociones son nuestras aliadas y no nos desorganizan, sino que nos orientan.

La inteligencia emocional se define para Mayer & Salovey, 1997) como «la capacidad para supervisar los sentimientos propios y los de los demás, de discriminar entre ellos y de usar la información para orientar la acción y el pensamiento», y según los mismos autores, el modelo teórico de habilidad tiene una estructura jerárquica formada por cuatro competencias.
La primera competencia es la percepción, valoración y expresión emocional, que es la capacidad para percibir, identificar y valorar tanto las emociones propias como las de los demás, y para expresarlas de forma adecuada. Implica prestar atención a las señales emocionales, cognitivas y fisiológicas, y saber decodificarlas.
La segunda competencia es la facilitación emocional del pensamiento, que es la capacidad de incluir los sentimientos en la solución de problemas para tener diferentes puntos de vista según el estado emocional. Atiende al efecto de las emociones sobre el sistema cognitivo y dirige la atención hacia la información más relevante tanto interna como externa.
La tercera competencia es la comprensión de las emociones, la habilidad para entender, analizar y predecir las emociones utilizando la información emocional. Implica saber desglosar las señales emocionales, etiquetar las emociones y agrupar los sentimientos propios y ajenos.
Por último, la regulación emocional es la competencia más compleja y se entiende como la habilidad para utilizar las emociones de forma adaptativa y aprovechar la información que estas ofrecen. Implica ser capaz de reducir o disminuir las emociones negativas y aumentar o mantener las positivas, sin reprimirlas o exagerarlas.        . . .


¿Por qué hay que desarrollar
las habilidades emocionales?

En todas las etapas evolutivas las habilidades emocionales están relacionadas con la salud mental. Un buen nivel de habilidades emocionales tiene un efecto positivo sobre el desarrollo cognitivo y emocional en la infancia y la adolescencia. Los estudios científicos muestran que en estas etapas evolutivas si se tienen bajos niveles de habilidades aparecen más problemas emocionales (ansiedad, depresión y estrés, especialmente), más problemas conductuales y más problemas con los iguales.
Las habilidades emocionales son un buen recurso que podemos poner en la mochila de niñas, niños y adolescentes para afrontar los retos que se les vayan presentando. Es una de las fortalezas psicológicas más potentes para ayudar a tener una buena vida. En este sentido se relaciona con mejor adaptación escolar, mayor bienestar, relaciones positivas, mayor competencia social, entre otras. Otra fortaleza muy potente es la autoestima. Un buen nivel de autoestima nos previene de problemas emocionales, dificultades escolares, 

conductas disruptivas, necesidad
de aprobación constante, problemas con los iguales, entre otros, y nos ayuda a mejorar nuestro bienestar emocional.

¿Cómo desarrollar las habilidades
emocionales?

Basado en el modelo teórico mencionado, os presento una secuencia, aplicable a cualquier edad, que indica el proceso por el que llegamos a la regulación de nuestras emociones: «Percibir-Comprender-Regular». La palabra PeCeRa puede ayudarte a recordar
la secuencia.
El primer paso es PERCIBIR la emoción:
Tomar conciencia de nuestro cuerpo, sentirnos, notar las sensaciones corporales. Por ejemplo: de vacío (tristeza), de energía (alegría, sorpresa), de temblor (miedo), de náuseas (asco), o de tensión (enfado). Estas
sensaciones pueden ser diferentes para cada persona.
Reconocer las emociones en los demás. Esto suele suceder de forma automática porque nuestro cerebro está preparado 

para ello de manera innata. Reconocemos las emociones de los demás a través de su rostro, su postura corporal, su tono de voz, etc. Pero que sea algo automático, no significa que sepamos darle un sentido a lo que percibimos.
El segundo paso implica COMPRENDER la emoción:
Dedicar atención y tiempo a esas sensaciones en el cuerpo para poder identificarlas. A veces es fácil ponerles etiquetas. Otras veces sentimos cosas a las que no sabemos cómo llamar exactamente. No es imprescindible, pero saber el tipo de emoción que sentimos nos ayudará a regularla
mejor.
Identificar la causa de la emoción, poder reconocer el hecho externo o interno que la ha disparado, es decir, con qué tiene que ver nuestra emoción y qué es lo importante para nosotros en esa situación.
El tercer paso es REGULAR la emoción. Es importante el paso anterior (comprender) para decidir qué hacer con cada emoción en cada momento. Normalmente tenemos dos opciones: reaccionar o responder.
• Cuando reaccionamos desde la emoción, generalmente, realizamos una acción impulsiva. Por ejemplo, cuando una persona empuja a otra en el parque porque le ha quitado el turno en el tobogán o tira un juguete porque se ha enfadado con alguien. En este tipo de conductas no hay reflexión, nos dejamos llevar en lugar de decidir.
•  Cuando respondemos a la emoción, nos damos un tiempo para saber qué ha pasado. Esta reflexión no es innata, depende en gran medida de que dediquemos tiempo y atención a esa emoción, y que nos distanciemos de ella lo necesario para poder comprenderla y reflexionar sobre qué es lo mejor que se puede hacer para gestionarla.

Regulación emocional y etapa evolutiva

La regulación emocional que mostramos depende de muchos factores: genéticos, como el temperamento; familiares, como el estilo de crianza y de apego; socioculturales, económicos, etc. Además, tener un buen nivel de habilidades emocionales no nos asegura que siempre podamos ponerlas en marcha, ya que la conducta está influida por otro tipo de factores personales. Presentamos a continuación

brevemente, unas pinceladas de cómo ayudar a regularse emocionalmente según la etapa evolutiva:
Neonatal (0-2 años). Es importante una buena interpretación de las señales y regulación externa por parte del cuidador o cuidadora principal. El trabajo fundamental se realiza con las familias.
Infancia-preescolar (2-6 años). Se puede trabajar la percepción de las emociones, validación emocional y enseñar estrategias de regulación emocional (secuencia PeCeRa).
Niñez-escolar (6-12 años). Es útil desarrollar la claridad emocional, la comprensión de la función de las emociones, utilizar técnicas como la distracción cognitiva, la reevaluación y la aceptación. Hay que prevenir la rumiación y la catastrofización.
Adolescencia (+12 años). Las técnicas son similares a las de los adultos, teniendo en cuenta que por etapa evolutiva se enfrentan a muchos retos y cambios y que están en proceso de delimitar una identidad propia. Los cambios en su cerebro influyen en su comportamiento, por lo que es necesario un mayor trabajo de regulación emocional.
En síntesis, nuestro bienestar está influido por el nivel de habilidades emocionales con el que nos enfrentamos a los retos presentes en nuestra vida. Desarrollar estas habilidades constituye una fortaleza psicológica que nos ayudará a superar etapas manteniendo una buena salud mental. Aprender estas habilidades pasa por un proceso que nos permite llegar a la regulación o gestión de nuestras emociones. Desarrollar nuestras propias habilidades emocionales como adultos nos permite acompañar a nuestros niños, niñas y adolescentes por un camino que nosotras y nosotros ya hemos transitado. //


De las líneas anteriores, queda claro que las emociones juegan un papel fundamental en el desarrollo humano y que la emoción es un camino de contacto con la realidad. En ese camino, la familia juega un papel primordial. Como es sabido, la familia se considera el primer agente de socialización y el lugar donde se asientan los modelos de actuación personal y social. Estos modelos sirven de guía al menor en su proceso de inserción a la vida adulta, en la dimensión personal y social. Las relaciones padres/madres–hijos/hijas constituyen el primer núcleo en el que interaccionan e inician el proceso de socialización; el lugar donde reciben los primeros mensajes y donde las interacciones establecidas se graban con firmeza y llegan a ser una guía en sus futuras relaciones con el entorno más próximo. Constituye, por tanto, junto con la escuela, el núcleo primordial en el desarrollo personal, cognitivo, emocional y socioafectivo. Es 

importante que la educación emocional esté presente en los diferentes contextos en los que está inmerso el niño, la niña y el o la adolescente, la familia y la escuela. Y, entre ambas, familia-escuela, es en la familia, donde este recibe las primeras lecciones acerca de lo que está bien o mal, de lo que puede hacer o no, donde recibe mensajes sobre su valía y la importancia que tienen sus acciones. El niño y la niña experimentan el mundo a través de los padres y madres.
Así pues, el grupo familiar aporta señales y formas de relación entre sus miembros, que el niño y la niña perciben y van configurando rasgos personales futuros. Estas señas se refieren a ser aceptado o rechazado, sentirse amado, escuchado, ignorado, sentir éxitos o fracasos… Se espera que la familia ofrezca afecto, respeto, seguridad y autonomía. Cuando no proporciona estos elementos, los hijos e hijas suelen ser débiles y vulnerables en los ámbitos emocional y socioafectivo.
En este contexto, los estilos de crianza van a influir en la capacidad del y de la menor para establecer las relaciones sociales y para autorregular sus conductas, así como sus emociones. En este sentido, los patrones de interacción, de relaciones entre los padres y madres y los niños, niñas y adolescentes son fundamentales en su desarrollo socioafectivo y, por tanto, también, en su regulación emocional. Concretamente, el control psicológico y la negligencia se han relacionado con la inestabilidad emocional, mientras que el control, junto con la calidez y el afecto, se han mostrado como factores determinantes en el desarrollo social y emocional de los niños y niñas. Es decir, un estilo parental disfuncional, muy controlador o muy laxo, se relacionará con un desarrollo emocional inadecuado o falta de regulación emocional.
En definitiva, un estilo de crianza caracterizado por la evaluación positiva, saber compartir, la expresión de afecto y el apoyo emocional, la estimulación intelectual de los hijos e hijas, así como una autonomía moderada, donde se estimula la sociabilidad y el pensamiento independiente y se percibe un trato de igualdad, son fuertes indicadores de un desarrollo emocional positivo en el que el niño, niña y adolescente aprenderán a gestionar las emociones dado que van a ir adquiriendo las competencias y habilidades para afrontar situaciones conflictivas así como a manifestar conductas adaptadas socialmente. Es importante, tal y como señala BISQUERRA (2003), tomar conciencia de la interacción entre emoción, cognición y

comportamiento: los estados emocionales inciden en el comportamiento y éstos en la emoción; ambos pueden regularse por la cognición (razonamiento). La regulación
emocional y su constante educación forman parte de las situaciones que se van experimentando a lo largo de la vida.
¿Cómo podemos conseguir, entonces, el estilo de crianza así descrito que sabemos que
está relacionado con un buen desarrollo no solo emocional sino personal y social de nuestros hijos e hijas? ¿Cómo deben actuar los padres y las madres sabiendo que conforman modelos potentes de transmisión de comportamientos, actitudes, valores, creencias, emociones… y que de este modo están interviniendo en la educación emocional de sus hijos e hijas? ¿Qué pueden hacer para conseguir que sus hijos e hijas aprendan y sepan identificar, comprender y gestionar las emociones? La base principal será ejercer como tales modelos expresando, verbalizando, gesticulando, compartiendo, dialogando, jugando. No hay educación emocional posible si nosotros, como padres y madres, no 

transmitimos qué sentimos y cómo lo sentimos, qué estamos experimentando, cómo y cuándo, qué nos preocupa, qué nos alegra, qué nos enfada, qué nos entristece, y cómo vivimos estas y otras tantas emociones (básicas y secundarias). Ese es un proceso clave, el camino a través del cual, nuestros hijos e hijas, aprenderán a identificar, comprender y posteriormente, gestionar y/o regular, sus emociones. Por este motivo, es fundamental que seamos conscientes de ello y actuemos en ese sentido; es fundamental que seamos capaces de mostrar, expresar, transmitir y para hacerlo posible, nosotros mismos debemos    . . .


saber identificar, comprender y gestionar nuestras propias emociones, que adquiramos las competencias necesarias para ello.
¿Cómo podemos llegar a ese camino, a ese proceso de transmisión, a ese estilo de crianza que nos va a permitir lograr un desarrollo emocional óptimo de nuestros hijos e hijas? Específicamente:
• Los padres y las madres debemos demostrar que queremos a nuestros hijos e hijas mediante actos visibles que nos acerquen a ellos, como besar, acariciar, jugar, en definitiva, estando con ellos y ellas. Es el primer paso, partimos del cariño, afecto, del vínculo necesario que nos permite crear esa relación necesaria a partir de la que ofrecer seguridad y apoyo, y a partir de la que nuestros hijos e hijas, atenderán a nuestras señales cuando expresemos y transmitamos nuestras propias emociones.
• Cuando tienen un problema, debemos escuchar y ponernos en su lugar. Al hablar con ellos y ellas, debemos prestar atención al lenguaje verbal y no verbal: tono de voz firme, sin gritos, amistoso, mirando a los ojos, poniéndose a su altura, escuchando lo que dicen hasta el final, siendo pacientes sin cortar sus argumentos…
• Debemos estimular el diálogo con ellos y ellas escuchando lo que nos quieren contar, pero también contándoles nosotros a ellos y ellas nuestro día a día, además de acontecimientos e historias vividas, intentando evitar interrupciones en las explicaciones que nos ofrecen, escuchando sus argumentos y no intentando imponer los nuestros. Es fundamental evitar juzgar o emitir juicios de valor.
• Debemos compartir los sentimientos de alegría o de pesar, de enfado o de decepción, de euforia o de abatimiento… Los niños y niñas aprenden por imitación.
• Debemos aportar ideas, contribuir a buscar alternativas adecuadas que resuelvan conflictos, evitando ser quienes solucionemos los problemas. Estimular las ideas del hijo o hija, atendiéndolas y ensalzándolas abiertamente cuando han sido positivas.
Esto les ayudará a experimentar emociones relacionadas con la satisfacción personal, el orgullo, la autonomía…
Tener tiempo para nuestros hijos e hijas. Buscar un tiempo diario para hablar, para estimular la convivencia adaptándonos  al  momento  evolutivo: 

tener actividades y proyectos conjuntos, estimular el juego compartido… Se trata de un tiempo para vivir y experimentar emociones conjuntamente.
• Debemos reconocer sus logros, elogiarlos, gratificarlos verbalizándolos. Los refuerzos sociales pueden ser en ocasiones más importantes que los materiales y ayudan y guían en el proceso de identificación y comprensión emocional.
En todo este proceso, juega un papel fundamental el momento evolutivo de los hijos e hijas. En este sentido, los cambios de la adolescencia pueden comportar tensiones que manejadas con éxito llegan a ser transitorias, de lo contrario pueden disminuir el afecto positivo y aumentar el afecto negativo e incluso provocar desajustes psicosociales. No obstante, a pesar de la búsqueda de autonomía por parte de los hijos e hijas, y la solicitud de despegue de los padres y madres, éstos continúan siendo fundamentales para el desarrollo positivo y el buen funcionamiento emocional de los hijos e hijas.
En este sentido, se ha comprobado que la crianza anteriormente descrita, competente, basada en calor, afecto y el control firme se relaciona con el desarrollo positivo de los hijos e hijas y facilita la resolución de estas situaciones problemáticas. Además, la capacidad para establecer un buen control conductual de los hijos e hijas mediante criterios y reglas o normas que faciliten la convivencia puede contribuir al desarrollo saludable de hijos e hijas. Por todo ello, es necesario dotar a padres y madres de estrategias para hacer frente a los cambios de la adolescencia, porque cuando los padres y madres son capaces de manejar con eficacia las emociones, pueden evitar situaciones negativas cargadas de irritabilidad, así como evitar reacciones emocionales negativas en los y las adolescentes.
En definitiva, el tipo de normas que la familia establece, los recursos y procedimientos que utilizan para hacer cumplir las normas de convivencia, junto con el grado de afectividad, comunicación y apoyo entre padres y madres e hijos e hijas constituyen dimensiones fundamentales para el crecimiento personal de los más jóvenes, para su interiorización de valores y las decisiones que toman ante conflictos sociales y se muestran como factores de protección asociados a los estilos de vida saludables y un desarrollo emocional óptimo.//


Este es el resultado de combinar múltiples factores estresantes, como los retos pedagógicos que plantea la relación profesor/a-alumno/a,
la gestión eficaz del aula, el mal comportamiento o la falta de motivación del alumnado, la responsabilidad de la enseñanza de los niños y las niñas, y las demandas externas de las familias. Los estresores ocupacionales, como las largas jornadas, los bajos salarios, la falta de recursos, las presiones de la burocracia educativa y el escaso reconocimiento profesional también son fuentes potenciales de burnout, especialmente cuando se combinan. Por lo tanto, hay considerables demandas, presiones y tensiones con las que el profesorado se enfrenta todos los días, que pueden influir negativamente en la capacidad de los y las docentes como educadores eficaces, pero también amenazan su propia salud mental y bienestar. Así, los y las docentes lidian con el estrés a través de estrategias de afrontamiento, pero podrían fracasar a largo plazo,
por lo que aumenta su vulnerabilidad a los problemas emocionales, como la depresión y la ansiedad, problemas de consumo de sustancias y alcohol, síntomas psicosomáticos, fatiga crónica y otros problemas médicos (por ejemplo, enfermedades cardíacas).
A partir de estos hallazgos, existe una necesidad obvia de proporcionar más apoyo al profesorado tanto a nivel profesional como personal. Dada la importancia de que los y las docentes sean eficaces en relación con los resultados deseables del alumnado, la salud mental y el bienestar del profesorado es esencial para sí mismo y para el éxito del estudiantado, las escuelas y todo el sistema educativo. Llegados a este punto, dirigimos nuestra atención al desarrollo de las habilidades emocionales como potencial factor protector de la salud mental y de las exigencias profesionales de los y las docentes.

Se ha demostrado que la inteligencia emocional (IE) es un recurso personal de gran eficacia, que repercute positivamente en trastornos emocionales como la depresión y la ansiedad, así como en la salud física y mental en general, incluido el síndrome de burnout. Parece que los y las docentes con alta IE sienten que tienen más control sobre las tareas estresantes en el aula, utilizan patrones de pensamiento más constructivos para hacer frente al estrés y se adaptan más fácilmente a los factores estresantes relacionados con el trabajo. Además, el profesorado con alta IE es más propenso a considerar las situaciones estresantes como un desafío más
que como una amenaza, lo que podría explicar por qué la IE se asocia con un mayor ajuste psicológico y bienestar. Por lo tanto, la idea del entrenamiento en habilidades emocionales parece concebible para reducir el impacto de los factores estresantes y apoyar la salud psicológica y el bienestar del profesorado.

¿Por qué es importante la inteligencia emocional en el profesorado?

Los y las docentes con altos niveles de estrés relacionado con el trabajo, y un número creciente de casos de burnout entre el profesorado, exigen recursos nuevos e innovadores para mejorar su gestión del estrés y los problemas de salud mental, que a su vez desempeña un papel central para la enseñanza eficaz y el éxito académico del alumnado. El desarrollo de la competencia emocional de los y las docentes a través del entrenamiento en habilidades específicas tiene un impacto positivo en un abanico de variables psicológicas, lo que conduce directamente a una mejor salud y bienestar.
Los y las docentes social y emocionalmente competentes tienen la capacidad de desarrollar una relación sana profesorado-alumnado basada en el respeto y el apoyo. Sus clases están diseñadas para fomentar las fortalezas y habilidades del alumnado en lugar de castigar por los errores y dificultades que promueven la motivación intrínseca. Este profesorado establece y pone en práctica pautas de comportamiento para lograr una convivencia pacífica en el aula facilitando la cooperación entre el alumnado, orientándoles en situaciones de conflicto y

actuando como modelo emocional de comunicación respetuosa y apropiada y de exhibición de conductas prosociales. A medida que los y las docentes se implican en el aprendizaje social y emocional en sus aulas, disminuye el nivel de conflicto y comportamiento disruptivo del alumnado. El clima del aula cambia debido a las expresiones
adecuadas de las emociones, la comunicación respetuosa y la resolución de problemas en combinación con la atención de apoyo y respuesta a las diferencias individuales y las necesidades de los estudiantes.
Por el contrario, cuando el profesorado no logra gestionar eficazmente los retos sociales y emocionales dentro del aula, el alumnado muestra niveles más bajos de motivación y rendimiento académico. Además, el deterioro del clima del aula, marcado por el aumento del comportamiento disruptivo del alumnado, puede desencadenar un agotamiento emocional y físico cuando el profesorado intenta gestionarlo. Estas condiciones podrían contribuir a un círculo autosostenible de disrupción en el aula en el que el profesorado responde de forma excesivamente punitiva al mal comportamiento del alumnado en lugar de enseñar estrategias de autorregulación.

Educación emocional desde la perspectiva del docente

La educación emocional en las aulas depende principalmente de la capacidad y disposición del profesorado para no solo enseñar en competencias emocionales sino también actuar como maestro y maestra emocional aplicando sus propias competencias emocionales en el aula. Siguiendo el lema «No podemos acompañar más allá de donde nosotros hemos llegado», primero son los y las docentes que necesitan entrenar sus propias competencias emocionales para después ser capaces de generar un clima en el aula basado en el respeto, la convivencia y la resolución de conflictos pacíficos utilizando estrategias de regulación emocional eficaces. De hecho, muchos docentes demandan recursos y formación específica en educación emocional dirigido a sus necesidades emocionales.
El objetivo principal de muchos programas de desarrollo profesional para docentes ha sido mejorar el conocimiento de contenidos específicos o fortalecer las habilidades pedagógicas e instructivas (por ejemplo, el uso de las TIC en el aula). Sin embargo, estudios recientes sugieren que la salud psicológica de los y las docentes es igualmente importante, lo que ha llevado al diseño e implementación de programas de intervención dirigidos a aliviar el agotamiento docente y 

mejorar el bienestar emocional. Se integran componentes de intervención novedosos en la formación profesional docente dirigidos al afrontamiento, la gestión del aula y/o la gestión del estrés, que se solapan con componentes de programas de formación basados en las emociones que han demostrado ser eficaces. Además, el debate inicial en torno a la plasticidad de la inteligencia emocional ha cambiado de la pregunta sobre si las habilidades emocionales se pueden enseñar, al enfoque más reciente sobre cómo se deben medir estas habilidades aprendidas en los programas de intervención y prevención.
Uno de los programas del Grupo EMINA, el Programa de Educación Emocional para Docentes, MADEMO, (MONTOYA CASTILLA ET AL., 2021), ha mostrado su eficacia para reducir el burnout y aumentar el bienestar de los docentes. El programa MADEMO comparte con programas previos el objetivo principal de mejorar las competencias emocionales de los docentes e introducir la educación emocional en las aulas. No obstante, pretende dar un paso más, partiendo de un paradigma humanista, existencial, dialógico y orientado al aprendizaje significativo. La metodología utilizada en el programa fomenta la reflexión y sitúa las emociones en el centro de la experiencia, simulando la forma más natural de aprender las competencias emocionales.
En definitiva, los programas de educación emocional como el MADEMO atienden a una necesidad real de los y las docentes que demandan recursos emocionales para afrontar las tareas que implican la atención a otras personas y las interrelaciones con los compañeros. En este sentido, el entrenamiento en habilidades emocionales del profesorado tiene un papel importante en la prevención de problemas de salud mental y en la promoción de su bienestar psicológico, que, a su vez, favorecerá un mejor clima escolar y mejor atención a toda la comunidad educativa, incluyendo al alumnado, al
profesorado y a las familias. //


/Dolors López Alarcón
Asesora de Formación del Profesorado en Prevención
del Suicidio dentro de la Conselleria de Educación y
asesora del Ministerio de Sanidad. Actuó como ponente
en la Jornada «Claves para entender la adolescencia»,
organizada por el CECV, y ante el éxito de su intervención,
ha sido invitada por el Consejo de redacción
de PARTICIPA a realizar una colaboración en este
número de la revista.

El suicidio es un problema de índole global, pues afecta a todos los países y a todas las culturas. Las acciones propuestas por la OMS para prevenir esta lacra se centran en elaborar y aplicar estrategias nacionales integrales de prevención del mismo, prestando especial atención a los colectivos en que se haya detectado un mayor riesgo.
Dichas medidas se pueden resumir en

    • sensibilización pública, política y mediática sobre la magnitud del problema y sobre la disponibilidad de estrategias de prevención eficaces
    • restricción del acceso a medios de autolesión
    • promoción de una información responsable por parte de los medios, en relación con los casos de suicidio
    • promoción de iniciativas de prevención en el lugar de trabajo
    • mejora de las respuestas del sistema de salud a las autolesiones
    • evaluación y manejo de los casos de autolesión y suicidio y de los trastornos mentales
    • optimización del apoyo psicosocial con los recursos comunitarios disponibles, tanto para quienes hayan intentado suicidarse, como para las familias y allegados de las personas que se han suicidado.

Además, es importante tener en cuenta que el suicidio no debe ser abordado desde la esfera personal e individual, y que se tendría que incluir en las agendas de los responsables políticos, sanitarios y en los medios de comunicación para concienciar y sensibilizar a toda la comunidad. //

INTRODUCCIÓN / MARCO TEÓRICO

El suicidio es una tragedia social que no hemos conseguido detener. Las causas de cada una de estas muertes suelen ser múltiples, aunque la enfermedad mental está presente en la mayoría de los casos.

El suicidio es un tabú que estigmatiza a las personas que han tenido un intento, y que lo ocultan, impidiendo así la ayuda para superar los motivos que le han llevado hasta esa tentativa. Los familiares y personas vinculadas a alguien que se ha suicidado quedan también marcados y solos ante una tragedia impensable.

Como todo tabú, el suicidio ha generado sus propios mitos que dificultan la comprensión de este grave problema. Uno de los mitos gira en torno a la creencia de que los medios de comunicación no deben hablar de las muertes por suicidio para evitar el efecto de contagio. El hecho de silenciarlas no ha tenido como consecuencia su disminución, bien al contrario, el número de suicidios ha registrado un constante incremento desde el siglo pasado. La OMS reclama el compromiso de la prensa, las radiotelevisiones y las redes sociales para comunicar con rigor sobre este fenómeno. 

Informar para visibilizar el problema y dar a conocer planes y estrategias de prevención es una labor inestimable en la batalla contra este terrible problema social de salud pública.

El suicidio es un hecho transversal a todas las culturas y naciones.  Las personas que mueren por suicidio duplican en nuestro país las muertes por accidente de tráfico.

Cada día se suicidan 11 personas en España. Al menos una de ellas es de la Comunidad Valenciana

Según la OMS, el suicidio se puede prevenir.

El primer paso para la prevención del suicidio es visibilizarlo, nombrarlo, ponerlo en la agenda pública de la política, de sus responsables, y de los medios de comunicación. Porque existe. Porque silenciarlo solo consigue perpetuar el tabú e impedir el inicio de medidas que ayuden a reducir la tasa sangrante de más de 800.000 personas muertas, por esta causa, cada año en el mundo.

Es necesario y urgente diseñar y poner en marcha un plan nacional de prevención de suicidios que coordine, además, los distintos planes autonómicos. Y dotarlo de consignación económica para que sea viable.

Hay que potenciar los servicios de salud mental en toda su red para atender uno de los factores de riesgo presentes en casi todas las muertes y tentativas suicidas.

La formación en estrategias de prevención y detección de suicidio de los profesionales sanitarios, cuerpos de seguridad, profesorado, servicios sociales, etc., propicia una rápida y adecuada intervención en caso de tentativa suicida, y contribuye a que disminuya la tasa de suicidios. 

Apoyar a las asociaciones de supervivientes y familiares es una parte importante en la batalla para la eliminación del tabú. Así mismo, la acción de estas asociaciones disminuye el peligro de nuevos suicidios entre personas que han hecho algún intento. Las familias y supervivientes de un fallecimiento por esta causa, son también personas con un importante factor de riesgo que se ven beneficiadas por la ayuda que aporta la pertenencia a estos grupos.

Estas medidas han conseguido resultados positivos en los países que las han aplicado.

En paralelo, todas y cada una de las personas hemos de responsabilizarnos de nuestra acción comunitaria, de hacer posible un entorno más acogedor para que nadie quede excluido.  Nuestra meta ha de centrarse en conseguir que todos los miembros del grupo al que pertenecemos puedan sentirse parte importante de él. Reconocidos y valorados tal cual son.

Si trabajamos en esta dirección estamos tejiendo una red de sostén que hará lo posible para que no caiga ninguno de sus miembros.

Una sociedad inclusiva es el factor de protección más importante frente al suicidio, porque no excluye a nadie por su diversidad o estado. Porque no deja a nadie en la soledad. Porque no deja a nadie atrás.

El suicidio es un fenómeno social, y toda la sociedad está implicada en su erradicación.

OBJETIVOS / HIPÓTESIS

Considerado uno de los mayores problemas de salud pública a nivel mundial, desde mediados del siglo XX, la tasa de suicidios ha tenido un constante incremento. El suicidio es universal, no conoce fronteras y su prevención sigue siendo un desafío.

El suicidio se encuentra entre las 20 principales causas de muerte. Más de 800.000 personas se suicidan cada año en el mundo, lo que equivale a una muerte cada 40 segundos. A lo que hay que sumar que, por cada persona fallecida, aproximadamente 135 personas sufren un dolor intenso o se ven afectadas de alguna manera, lo que significa que 108 millones de personas se ven afectadas al año. Además, la conducta suicida abarca no sólo las muertes por suicidio, sino también la ideación suicida y los intentos. Aproximadamente se considera que por cada suicidio 25 personas hacen un intento y muchos más tienen ideas al respecto.

Las personas que tienen conductas suicidas no son un grupo homogéneo. La heterogeneidad representa un desafío para su prevención que, por lo tanto, sólo puede ser abordada desde un enfoque multisectorial y cohesionado. Prevenir el suicidio requiere trabajo y el esfuerzo de muchos: familia, amigos, compañeros de trabajo, miembros de la comunidad, educadores, profesionales de la salud y gobiernos y de estrategias integradas que abarquen desde el nivel individual, hasta el comunitario.

La participación de personas con experiencias de suicidio, en la investigación, evaluación e intervención debería ser central en el trabajo de cada organización que aborda la conducta suicida.

Sus experiencias son de un valor incalculable para informar sobre medidas de prevención y para influir en la provisión de apoyos para personas suicidas y quienes les rodean.

Hay evidencia acerca de qué intervenciones son efectivas, como la restricción del acceso a medios letales, información responsable por los medios de comunicación, políticas de salud mental, identificación temprana y atención, formación del personal sanitario, especialmente orientada al empoderamiento de los profesionales de atención primaria de salud y seguimiento y apoyo.

Medidas a tomar:

  • Asumir los compromisos de la OMS. El Plan de Acción sobre salud mental 2013-2020. Los estados miembros de la OMS se comprometieron a alcanzar la meta mundial de reducir las tasas de suicidio en un 10% para 2020.

Acciones para los Estados Miembro:

  • Elaborar y poner en práctica estrategias nacionales e integrales de prevención, prestando especial atención a los colectivos en que se haya detectado mayor riesgo

Acciones para la secretaría:

  • Brindar apoyo técnico a los países para reforzar sus programas de prevención del suicidio.

En España:

  • hay un suicidio cada dos horas y media de promedio, 11 suicidios al día.
  • tres de cada cuatro lo cometen varones (pero las mujeres lo intentan tres veces más que los hombres)
  • las personas fallecidas por suicidio duplican a las fallecidas por accidente de tráfico, superan en once veces a los homicidios y en ochenta a la violencia de género
  • el 40% se produce entre los 40 y los 59 años
  • casi 1000 suicidios se producen entre mayores de 70 años
  • el riesgo de suicidio aumenta con la edad. La mayor tasa se da en varones de más de 79 años.
  • las mujeres lo intentan tres veces más que los hombres, pero los hombres lo consuman tres veces más que las mujeres. 

METODOLOGÍA

El Plan de acción salud mental 2013-2020 en su objetivo 3, relativo a aplicar estrategias de promoción y prevención en materia de salud mental, establecía como meta la disminución en un 10% de la tasa de suicidio para 2020. Estas estrategias se extienden a todos los sectores y a todas las administraciones gubernamentales, puesto que los problemas de salud mental vienen muy influidos por toda una amplia gama de determinantes sociales y económicos. Esto implica leyes contra la discriminación y campañas informativas que atajen la estigmatización y las violaciones de derechos humanos que, con demasiada frecuencia,  acompañan a los trastornos mentales, el fomento de los derechos, las oportunidades y la atención, cultivo de las principales recursos psicológicos del individuo , intervención temprana mediante la detección precoz, prevención y tratamiento, sobre todo en los problemas afectivos y de conducta en la infancia y la adolescencia, instaurar condiciones saludables de vida y de trabajo, programas o redes comunitarias de protección que combatan el maltrato infantil y la violencia de género y la protección de las poblaciones pobres.

Dentro de este objetivo, la prevención del suicidio es una de las prioridades más importantes. Además, los jóvenes y las personas mayores están entre los grupos de edad más propensos a autolesionarse. En general, las tasas de suicidio están subestimadas debido a carencias de los sistemas de vigilancia y a la atribución errónea de ciertos suicidios a causas accidentales.

–    Puesto que además de los trastornos mentales hay otros muchos factores de riesgo asociados al suicidio, como dolor crónico o trastorno emocional agudo, las medidas preventivas no pueden proceder únicamente del sector de la salud, sino que otros sectores deben actuar también simultáneamente. Pueden ser eficaces medidas como la reducción del acceso a medios para autolesionarse, una praxis informativa responsable por parte de los medios de comunicación, la protección de las personas con elevado riesgo de suicidio y el reconocimiento y tratamiento precoz de los trastornos mentales y conductas suicidas.   

RESULTADOS Y DISCUSIÓN. CONCLUSIONES Y PROPUESTAS

Cuáles son las medidas a tomar:

  • Urgencia en activar un PLAN NACIONAL de PREVENCIÓN del SUICIDIO como marco para la creación de planes autonómicos y dotación presupuestaria para su ejecución
  • Asumir los compromisos de la OMS
  • Mejora de la atención primaria de salud para detectar a las personas en riesgo
  • Incrementar la calidad de los servicios de salud mental, ahora colapsados y con escasos recursos e implementar campañas que aminoren el estigma social que acompaña a la enfermedad mental
  • Plan de formación para sanitarios, profesionales de la enseñanza, trabajadores sociales, profesionales de urgencias y de cuerpos de seguridad y trabajadores en el ámbito de la tercera edad incorporando la prevención del suicidio en los planes curriculares
  • Mejora en los estudios estadísticos y recogida de datos
  • Apoyo y atención a las organizaciones dedicadas a la prevención y a aquellas que aglutinan a los afectados y sus familiares
  • Compromiso de los medios de comunicación para ofrecer información que de visibilidad al problema y a las estrategias preventivas
  • Plan de actuación en las redes sociales para la detección del riesgo de los más jóvenes
  • Planes específicos de prevención para los cuerpos de seguridad del estado

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS.  

Palacio, A.F (2010) La comprensión clásica del suicidio. De Emile Durkheim a nuestros días. Revista Affectio Societatis 7 (12), 1-12. 

Organización Mundial de la Salud (10 de mayo de 2021). Prevención del suicidio: un imperativo global. https://www.who.int/mental_health/suicideprevention/world_report_2014/es/

Generalitat Valenciana. Conselleria de Sanidad Universal y Salud Pública (2016). Vivir es la salida. Plan de Prevención del suicidio y manejo de la conducta suicida,

http://www.prevenciodelsuicidi.san.gva.es/documents/7217942/7263263/Plan+prevenci%C3 %B3n+suicidio

Revista noviembre 2022

Sociólogo y director de la Cátedra de Renovación
Pedagógica de la Universitat de Girona

Lany 1984, los sociólogos Salvador Cardús y Joan Estruch publicaban un excelente libro titulado Les enquestes a la joventut de Catalunya. Bells deliris fascinen la raó. En él, los autores ponían encima de la mesa la construcción de toda una serie de estereotipos, la mayoría de los cuales se refería a los jóvenes como problema. Esta consideración me sirve para comenzar este breve artículo que pretende abordar tres cuestiones: en primer lugar preguntarnos si es verdad que los jóvenes, en su conjunto, no participan; en segundo lugar, aceptando que algunos seguramente no lo hacen, a qué se puede deber; y para acabar, querría plantear con toda humildad de manera genérica algunas estrategias y prácticas para favorecer la cultura participativa (y, por extensión, democrática) de los jóvenes en el marco del sistema educativo. ¿Es cierto que los jóvenes no participan? Me resulta difícil responder a esta pregunta. Podría echar mano de los resultados de encuestas, pero no lo haré, porque a menudo me cuesta creérmelas y además, cuando te pones a comparar resultados, hay para todos los gustos. Lo que sí puedo decir sin temor a equivocarme es que, teniendo en cuenta el contexto nacional, estatal, europeo e internacional, soplan malos aires para la participación, no solo pensando en los jóvenes, sino también en los niños y los adultos. Nos encontramos en un contexto internacional globalizado en el que los mercados, agencias y think tanks, sin haber sido escogidos democráticamente, toman decisiones que afectan a aspectos importantes de la vida colectiva. Por otro lado, el auge del pensamiento neoliberal -en todas sus

versiones y facetas- ha inoculado en la mente de muchos, y en la cultura de varias organizaciones (escuelas, institutos y universidades incluidas), valores individuales y relaciones verticales muy alejadas de la cultura participativa. Esta ideología, todos lo sabemos, pregona lemas como, por ejemplo: «a trabajar», «sigue adelante », «no nos durmamos», «seamos pragmáticos, productivos, eficientes», etc., lemas que, a modo de lluvia fina, nos hacen creer que lo que vale son los resultados, no los procesos. Y para rematarlo, tengo la sensación de que los efectos de la pandemia han truncado procesos participativos y experiencias democráticas tomando como pretexto la urgencia imperiosa de preservar la salud.
A pesar de todo esto, y por suerte para todos, tanto la democracia como la participación no han sido fulminados. Mirando nuestro alrededor, quien más y quien menos conoce a algún grupo de jóvenes con ganas de influir en cuestiones colectivas, de actuar por los otros, de remangarse y bajar a la arena con el peligro, a veces, de ser tildados de radicales. Estoy pensando en jóvenes que a menudo se identifican con nuevas formas de participación. Jóvenes atraídos por la política no institucional que se nutren de principios ideológicos puestos en fila con lo que algunos politólogos denominan democracia de la inmediatez, que luchan por causas puntuales y con compromisos con fecha de caducidad, jóvenes muy alejados de las estructuras de participación clásicas que por definición son rígidas, bastante encorsetadas y a menudo fáciles de controlar.
Dicho esto, pues, no podemos caer en la trampa tan extendida de decir que los jóvenes no participan, sabiendo que en esta afirmación tan recurrente metemos a todos y cada uno de los chicos y las chicas que socialmente hemos incluido en esta etapa tan interesante como circunstancial.
En cualquier caso, y abordando la segunda cuestión, ¿qué pasa con el contingente -probablemente grande- de jóvenes que no sienten este impulso, o que sintiéndolo no lo llevan a la práctica?

¿De verdad creemos que hay un sector de jóvenes que pasan de todo? ¿A los que igual les da participar o no? ¿Qué se sienten plenos y realizados no interviniendo en procesos de decisión sobre aspectos que les conciernen? Yo, sinceramente, no me lo creo; y en esta posición me resisto a creer que soy un iluso. Sé que abro la caja de los truenos al afirmar que el sistema educativo no está pensado para que niños y jóvenes participen, al menos que lo hagan tal y como son hoy. Tanto la literatura sociológica como la pedagógica (pedagogía crítica) lo ha explicado de sobra con argumentos más que plausibles. Pierre Bourdieu, en los sesenta del siglo pasado, en el libro La reproducción afirmaba que la escuela (en sentido genérico) es una institución de reproducción social y económica, y también de relaciones de poder. El engranaje de su maquinaria dificulta -pero no imposibilitalas relaciones democráticas y participativas en un sentido pleno y transformador.
Pero más allá de este apunte académico, y volviendo a por qué hay jóvenes que no participan, formulo unas preguntas que también me remito como docente en la universidad: ¿Sabemos cómo son realmente los adolescentes y los jóvenes de hoy en día? ¿Tenemos conocimiento de lo que piensan y lo que necesitan? ¿Cuántas veces nos hemos interesado en saber cómo se sienten en el instituto o en la universidad; qué les gusta y qué no de la institución donde estudian? ¿Qué espacios de participación les ofrecemos? ¿Les invitamos a asumir responsabilidades más allá de llegar puntuales a clase, hacer los deberes o permanecer sentados? Podría ir añadiendo preguntas y más preguntas, cuyas respuestas, sospecho, nos . . .


evocarían a una realidad no demasiado optimista. Y eso que se han realizado acciones no menores a favor de la participación y la democracia. La LODE, por ejemplo, instauró y generalizó un sistema de participación en los centros de educación primaria y secundaria, con la oposición férrea de los partidos de derechas: los consejos escolares de centro. Y posteriormente, no ha faltado normativa curricular para introducir aspectos concernientes al tema que nos ocupa: la Educación para la Ciudadanía es un ejemplo. Mirándolo con retrospectiva y siendo honestos, lo uno y lo otro, en general, han servido de poco si
analizamos los resultados en términos de aumentar la cultura democrática y participativa del alumnado.
Dicho esto, quisiera concluir este apartado afirmando que una parte importante de la no participación de algunos jóvenes se debe inequívocamente a las dificultades que tenemos los adultos para ofrecerles espacios de participación adecuados.
Paso a la tercera y última cuestión, estrategias y prácticas para favorecer la cultura participativa y democrática en los niños y jóvenes desde el sistema educativo, que, como intentaré explicar, me permite introducir una nota de optimismo y de esperanza.
Desde hace más de diez años he tenido la suerte de investigar con los colegas del grupo de investigación Demoskole aspectos relacionados con la democracia, la participación y, más recientemente, la renovación pedagógica. Estas investigaciones me han permitido visitar centros de educación infantil y primaria que se han escapado de la dinámica reproduccionista que he comentado anteriormente. Lo que me han explicado y he visto me ha dado pruebas suficientes para pensar que otra educación es posible; y que la democracia y la participación, 

cuando nos las creemos de verdad, cuando las trabajamos a fondo, funcionan, en el sentido que producen transformaciones individuales y colectivas de gran calado y dejan huella en la manera de ser de las personas. La pregunta central, llegado a este punto, es: ¿qué han hecho estos centros para dar un giro de trescientos sesenta grados en la cultura participativa?

  1. Para que los alumnos participen, la primera condición es que todos y cada uno se sientan partícipes de una comunidad real y con sentido, que noten que forman parte de una comunidad que los acoge y se interesa por cómo están. Sin esta condición previa, ya podemos organizar estructuras participativas y actividades para fomentar la democracia, que será difícil vincularlos. Dicho esto, un buen plan de acogida y la presencia de unas acciones dirigidas al cuidado de todos los alumnos, especialmente de los que más lo necesitan, tiene como consecuencia la creación de un subsuelo fértil que abona la participación, y por extensión la cultura democrática.
  2. La participación se fomenta también a partir del testigo del maestro. Lo qué decimos como docentes, cómo lo decimos, con qué intención; cómo nos relacionamos con los otros (nuestros iguales y sobre todo los que no lo son), cómo reaccionamos ante la crítica, el conflicto; y principalmente, qué esperamos de los otros, muestran un conjunto de actitudes que propician que el alumnado se abra, se exprese y participe.
  3. Otra cuestión determinante, en parte vinculada a lo anterior, es cómo se concibe y se ejercita el rol del maestro. La participación
    se fomenta a través de lo que hemos llamado el maestro acompañante: un maestro, como mencionaba Freinet, más preocupado por escuchar que por hablar; un maestro que potencia el hecho de conversar, de pensar; que no escatima tiempo para dialogar y es respetuoso con los intereses de sus alumnos.
  4. La participación se fomenta participando. Así de sencillo y complicado a la vez. Participando en estructuras estandarizadas e institucionales, y otras flexibles y adaptadas a la manera de ser de los alumnos. Dentro de las estructuras estandarizadas hay 

que mencionar las asambleas: asambleas periódicas donde nos sentamos en círculo, no ya para comentar temas burocráticos, puramente informativos o intrascendentes, sino para dialogar y consensuar cuestiones de fondo, a veces temas penetrantes, incómodos y conflictivos. Organicemos asambleas para aprender a dialogar, para ponernos de acuerdo en lo que podemos acordar, para hablar de los temas que nos interesan y preocupan, dedicando el tiempo necesario, sin prisas y sin dejar para el final los aspectos más complejos.

  1. Repartir y asumir responsabilidades relevantes ayuda a fomentar la participación activa de nuestros alumnos. Las responsabilidades relevantes se distinguen, y mucho, de las responsabilidades que a menudo exigimos a nuestros alumnos. Antes lo he comentado: los alumnos se deben responsabilizar de llegar a su hora (¡por supuesto!), tienen que llevar los deberes (podríamos hablar de para qué sirven…), han de estar sentados todo el tiempo en su silla (un despropósito), cuidar su material (estoy de acuerdo, pero… ¿solo el suyo?), etc. A mí, lo que más me interesa es que pensemos en encargos importantes, relevantes y trascendentes ligados a cuestiones curriculares o al carisma de la escuela. En la Escuela del Mar, por ejemplo -una escuela de renovación pedagógica que ahora celebra su centenario- existía el cargo de cronista (el alumno que escribía relatos sobre hechos importantes que sucedían en el centro y que generalmente se publicaban en la revista Garbí), el de jardinero/a (encargado de cuidar el jardín de la escuela), el de meteorólogo/a ,que cada día anotaba el registro de temperatura, viento y humedad a partir del cual elaboraban secuencias estadísticas que enviaban periódicamente al servicio nacional de meteorología. También había alumnos del cuerpo ceremonial (encargados de enseñar y explicar la escuela -en catalán,
    castellano o francés- a los visitantes), etc. Lo que muestran los ejemplos que acabo de mencionar es que todos y cada uno de los cargos tenían una dimensión colectiva en un doble 

sentido: de lo que una persona o un grupo reducido hacía se servía todo el grupo clase o escuela; y, en segundo lugar, la tarea realizada era valorada y comentada por todo el colectivo para determinar si se había ejecutado bien o se podía mejorar. En cualquier caso, difícilmente podemos pedir que los jóvenes sean responsables si antes no les hemos otorgado esta confianza mediante la práctica de tareas concretas que sean verdaderamente importantes.

  1. La participación y, por extensión, la democracia, son posibles y de calidad cuando fomentamos sin temor el pensamiento crítico. Aun así, ¿qué es esto, que leemos en casi todos los proyectos educativos de centro, pero es tan difícil de ver en el día a día? El pensamiento crítico está conformado por las ideas o explicaciones que damos sobre un determinado hecho yendo más allá de las evidencias, del sentido común o de lo establecido de manera dada por sentado. Esta forma de razonar y conversar se teje con cuidado de abrir nuestra mirada y la de nuestros alumnos; buscando argumentos alternativos en los oficiales (que a menudo tienden a legitimar lo que la institución necesita); evitando explicaciones estereotipadas y desterrando las que parten
    de prejuicios; explicitando las fuentes de información utilizadas; estableciendo matices y ponderaciones; revisando los procesos y resultados de lo que hacemos y de las responsabilidades que asumimos . . .


  1. Para acabar, permitidme que lo haga con una obviedad: no hay participación posible si no le destinamos tiempo y espacio. La participación de calidad exige un tiempo suficiente y espacios adecuados; y todavía añadiría otra cuestión: desarrollo de una complejidad progresiva tanto en las formas como en el procedimiento a medida que los alumnos maduran.

La buena participación pide ir sin prisa para poder exponer los temas que queremos abordar, para escuchar los diferentes puntos de vista que a menudo nos llevan a posiciones diferenciadas, para podernos interpelar sobre las posiciones defendidas, para acercar posiciones y así concretar posible pactos y alianzas que nos lleven -cuando sea posible- a consensos; y tiempo para llevar a cabo aquello que hemos decidido hacer.
En relación con los espacios, tendemos a participar más fácilmente cuando estos acompañan. Un lugar agradable, bonito, confortable (amplio, limpio -en el sentido de que no esté sobrecargado-, muy iluminado) nos hace estar bien; y es sabido que cuando nos sentimos bien en un lugar las acciones que llevamos a cabo son más fecundas. Para el tema que aquí nos ocupa es importante que el espacio, además de ser confortable, facilite una disposición adecuada para que los sujetos llamados a participar puedan verse los unos a los otros y comunicarse.
En cuanto a la gradación de la complejidad de la participación es importante actuar porque que no se convierta en rutina. Para ejemplificarlo me remito de nuevo a la asamblea mencionada en el apartado n.º 4: si de 1.º a 6.º celebramos las asambleas de la misma manera, por muy potentes que sean, es muy probable que a medida que avancen los cursos generen apatía, desinterés o directamente desafección. Por eso es tan importante introducir nuevas dinámicas, compromisos y responsabilidades.
Acabo con siete puntos y no con diez, que es lo que por coherencia con los decálogos a menudo se espera cuando alguien propone un conjunto de medidas para llegar a un fin. Dejo los tres puntos que faltan para que el lector o lectora lo complete a su aire, echando a volar su imaginación o poniendo en valor su experiencia. En cualquier caso, con esto acabo este breve ensayo, proclamando a los cuatro vientos que hoy en día, tal como estamos y sospechando hacia donde nos dirigimos, fomentar la participación y la democracia en forma de vivencia individual y colectiva es una necesidad imperiosa que hay que perseguir con urgencia. Quienes desarrollamos nuestra tarea en el ámbito educativo somos responsables: ¡pongámonos a ello! //

Soy una persona que contradice la realidad diaria de los centros: soy estudiante y participo.
Hay excepciones, pero este es el problema: la participación es la excepción y no la norma. La pregunta es evidente: ¿en qué fallamos? ¿Quién falla?
La respuesta no es clara, porque los responsables somos muchos, desde la comunidad educativa hasta las instancias superiores. Aun así, existen medidas que podrían acabar con esta situación anómala, puesto que sin la visión y el análisis de los y las estudiantes es imposible conseguir reformas educativas de calidad y que se enfrenten al futuro.
En primer lugar, me gustaría entrar en la mente de un estudiante que no participa. Esta persona, ¿sabrá que el Consejo de Delegados y Delegadas tiene funciones importantes? ¿Y el Consejo Escolar? ¿Sabrá qué son las asociaciones de alumnos? ¿Y el Consell Escolar de la Comunitat Valenciana? Solo excepcionalmente sabrá dar alguna respuesta. El problema se ha convertido en dos, con el paso del tiempo: la información y la comunicación, por una parte, y, por la otra, sus espacios. 
Desde que se aprobó la LODE nunca se ha fomentado, informado y comunicado de manera continuada, efectiva, capilarizada territorialmente y real, pero ahora nos encontra-

tramos con que los jóvenes, nosotros, nos comunicamos por otros canales. Debemos mantener y potenciar con carácter de urgencia la colaboración docente, de equipos directivos y familias en entornos educativos pero, por suerte o por desgracia, sin Instagram, Tiktok o Twitter ya no llegamos a ninguna parte: las relaciones sociales digitales y la información instantánea son fundamentales.
Solucionado el primer problema, que en este caso es saber iniciar la participación, llegamos al segundo: querer. Contra esto no podemos hacer nada: quién quiere, quiere y quien no quiere, no. Desgraciadamente, desde una visión adulta se identifica este como el problema principal, pero en realidad es menor: claro que existe una apatía participativa y política pero los informes estatal es sobre juventud contradicen la premisa: el Informe de la Juventud de 2020, dice que en España un 37% de los jóvenes entre 15-24 años afirma que está muy interesado en la política y en la participación, considerando participación desde ir a votar en las elecciones, participar en movilizaciones, campañas concretas o formar parte de colectivos. Por tanto, es  evidente que los jóvenes tenemos otros intereses como los deportes, la música, la danza, la lectura, el turismo, las series y películas y, por qué no 

decirlo, la fiesta, pero muchos los compartimos diariamente con la participación.
Superando la primera barrera del saber en el caso de la participación, teniendo en cuenta quién quiere, falta aclarar cómo se puede: poder. Quizás aquí deberíamos reflexionar más profundamente.
Por una parte, tenemos la capacidad personal, es decir, se capaces de compaginar la participación y el voluntariado con la enseñanza, las extraescolares y la pertenencia a otros colectivos.
Por otra parte, y en el aspecto en que seré más reivindicativo, está el poder normativo. La normativa regula los espacios para participar, su organización y funcionamiento pero se queda corta: el proceso para la creación de asociaciones de alumnos es farragoso, ineficiente y lleva a quien toma la iniciativa a desistir, por la complejidad administrativa; el fomento de la participación de las administraciones educativas no se ve reflejado directa o indirectamente en los centros, que son los espacios básicos de participación; hace falta una figura de Coordinación de Participación, para dinamizar los espacios, ir más allá con las asociaciones y divulgar los derechos, puesto que los deberes son bien conocidos; y la financiación de las actividades y el funcionamiento de las asociaciones de alumnos en el ámbito de los centros y de las federaciones autonómicas 

es muy bajo, puesto que los fondos privados son inexistentes y los públicos insuficientes.
Se necesitan reformas, especialmente del Decreto 127/1986, de 20 de octubre, del Consell de la Generalitat Valenciana, por el que se regulan las Asociaciones de Alumnos en los centros docentes no universitarios de la Comunitat Valenciana. Necesitamos reformas normativas en la participación que cambien las perspectivas, que sean más amplias, que se adapten a los tiempos actuales y que dinamicen los espacios y los procesos.
Sabiendo, queriendo y pudiendo es posible llegar a la  participación, que como dice el artículo 118.1. de la LOE es un valor básico para la formación de ciudadanos autónomos, libres, responsables y comprometidos con los principios y valores de la Constitución.
Sin la participación de los y las estudiantes, nunca conseguiremos un sistema educativo de calidad, sin barreras, un espacio seguro de convivencia, que nos prepare para el futuro personal y laboral, que eduque en valores y, en definitiva, que participe. El problema es la transmisión de la información, la apatía participativa y política (aunque a la baja), la disponibilidad y la norma obsoleta. Transformemos la excepción en norma. //