Miedo, expectación y una sola fecha: viernes 5 de marzo. Llegaron las Olimpiadas Químicas en la Universidad Miguel Hernández. Y una vez ahí, todo mi esfuerzo y todos los meses de preparación se verían reflejados sobre un solo papel, en un examen interminable de 3 horas.
Echar la vista atrás ahora es fácil. El día en el que me preguntaron si quería ir a la olimpiada dije que sí. No lo pensé; pero si hoy me preguntaran por qué lo hice, no sabría decir muy bien la razón. Supongo que fue porque siempre me ha gustado la química. Además, hay mucho potencial en el Azud. Así que, que me lo propusieran a mí, precisamente a mí, me hizo mucha ilusión. Aunque después llegaron las dudas.
No iba a ser fácil. Ir a las olimpiadas suponía un esfuerzo extra en segundo de bachillerato, una responsabilidad sobre mis hombros para la que ni siquiera sabía si estaba preparada, o lo que es peor, si iba a estar a la altura; pero la confianza de mis amigos, mis familiares y en especial la de Fernando, mi profesor, hizo que no me echara atrás.
¿La verdad? De septiembre a marzo lo pasé fatal. Fueron unos meses muy duros en los que tuve que enfrentarme a centenares de ejercicios, teoría y conocimientos que se sumaban a mis obligaciones del último curso y a la presión de la Covid–19. Pasé por momentos de decir “¿Realmente merece la pena?”. Pero seguí adelante. Y entonces, llegó el día del examen.
Experimenté un cúmulo de emociones. Nerviosismo, emoción… Y antes de ir, me sentí muy apoyada por mis amigos, quienes me desearon toda la suerte del mundo: “demuéstrales cómo se hacen las cosas en el Azud”. Yo me reí, pero luego me dije “tía, es que representas a todo el instituto”. Sentía una gran responsabilidad, un peso que recaía sobre mis hombros. No obstante, me sentía preparada. Estaba lista. E iba a hacerlo.
Cuando mis pies pisaron el césped de la Universidad, decidí respirar hondo. Estaba nerviosa, había llegado el momento y me temblaban las manos. En total, éramos dieciséis. Dieciséis personas que, como yo, se habían preparado para un examen de tres horas donde debíamos volcar todo lo que habíamos aprendido. Todo ello sin saber si sería suficiente. Es más, cuando terminé el examen, eso fue lo que pensé.
La incertidumbre me invadió. No recordaba nada de lo que había hecho ahí dentro, y me sentía frustrada porque sentía que no había dado el 100% de mí. Sin embargo, también me sentí algo liberada. Fuera cual fuese el resultado, había terminado. A pesar de que Fernando seguía teniendo una fe ciega en mí, yo me limité a resumirlo todo en la experiencia.
Una semana después, justo el día que yo iba a la Olimpiada de Física (sí, con una no me bastaba), tuve clase de química. Debido a las restricciones, esperamos a Fernando en la puerta de la clase; y cuando llegó, me preguntó si había visto su mensaje. Yo negué con la cabeza. No obstante, por su cara, algo me dijo que fuera lo que fuese, tenía que ver con las olimpiadas. En ese momento, se giró y dijo: “Bueno, tenéis que darle la enhorabuena”. Yo pregunté: “¿Por qué?”. A lo que él respondió: “Porque has quedado primera”.
No me lo podía creer. Yo, Ana María Sánchez Izquierdo, me había clasificado, y encima en primera posición. Si algo tengo que decir es que me sentí y me siento orgullosa. Porque todo mi esfuerzo ha dado sus frutos, demostrando, a su vez, lo que no tendría por qué estar demostrando, y es que las mujeres podemos ser excelentes en la ciencia. No hay barreras. Al menos, no debería haberlas.
Sin más dilación, me gustaría agradecer todo el cariño de mis amigos, compañeros, profesores y familiares; y en especial la fe, la creencia y el apoyo de Fernando Murcia antes, durante y después de la experiencia. ¡Nos vemos en las nacionales!